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viernes, 20 de febrero de 2015

LOCO POR LOS HUESOS

Cuando Emma fue seleccionada para realizar la entrevista al señor Cuevas no se sintió muy entusiasmada. El señor Cuevas no era uno de esos famosos a los que abordaríais en la calle para fotografiaros con él. La fama del señor Cuevas era diferente. Me gustaría deciros que fue su gran carrera como osteólogo lo que llevó a la revista de Emma a interesarse por su persona, pero no sucedió así. Alguien que conozca  un poco el contenido de las publicaciones de “Dime” sabría que el objeto del reportaje no era mostrar el extraordinario trabajo que Cuevas había desarrollado durante su carrera. El tipo de lector de “Dime” nunca leería una reseña llena de referencias a artículos científicos sobre la anatomía del sistema óseo. Sus compradores esperaban noticias de carácter sensacionalista, algo para poder contar luego a sus amigos.  Y aquí es cuando nos preguntamos... ¿qué sensación puede producir un osteólogo retirado de ochenta años? Pues, según sus vecinos, mucha. Su obsesión por los huesos había traspasado cualquier límite de cordura.

Cuando Emma tuvo el privilegio de entrar en la vivienda del señor Cuevas, un escalofrío recorrió su espalda. Supongo que cualquiera se habría estremecido al pisar aquella casa porque, más que una casa, parecía un cementerio óseo.  De las paredes colgaban todo tipo de huesos: largos, cortos, planos… Los adornos de las estanterías se asemejaban a esqueletos de pequeños roedores, todos ellos bien ensamblados, y todo el mobiliario contenía algún detalle osudo. Baste decir que las patas de la silla donde la propia Emma se sentó para realizar la entrevista tenían forma de fémur.

El señor Cuevas se mostró tranquilo durante todo el encuentro, algo que no le sucedió a Emma. No vamos a culparla por ello… ¿quién no se sentiría incómodo ante tal tétrico escenario? Las primeras preguntas fueron dedicadas a su infancia “¿Cómo se desarrolló esa afición por los huesos?” Respuesta conocida por todos los habitantes del pueblo. La culpa, una alita de pollo, mejor dicho, el hueso de una alita. El descubrirla provocó un ataque de risa al pequeño Cuevas.  Su madre siempre aseguró que ese fue el origen de todo.

La segunda ronda de preguntas se centró en sus años universitarios y en su carrera profesional. Preguntas obligadas que Emma tenía preparadas pero que sabía de antemano que no le servirían para su artículo.

Llegó la tercera batería de preguntas. Era aquí donde Emma tenía esperanza de encontrar algo jugoso para publicar. ¿Cuáles eran las rutinas actuales del señor Cuevas? Los vecinos aseguraban que salía muy temprano todas las mañanas y volvía hacia mediodía cargado con un saco. Nadie había visto su contenido pero todos lo imaginaban. Huesos. Emma intentó confirmarlo y, lo más importante, averiguar su origen. Como podréis imaginar, las leyendas urbanas eran variadas. La más sonada, la de las alcantarillas, donde se suponía que Cuevas bajaba en busca de roedores para robar sus huesos. Esto justificaría la peculiar decoración de sus estanterías. Pero toda pregunta comprometida obtenía la misma contestación: “secreto de coleccionista”.

La última apuesta de Emma fue la del amor. ¿Habría dejado tanto hueso enamorarse al señor Cuevas?  La respuesta era un sí. Había existido una señora Cuevas,  pero nada que destacar sobre ello.  A esas alturas, Emma  ya había perdido toda la esperanza de encontrar su noticia pero el señor Cuevas  concluyó  su última frase con un suspiro. “Aysss... si es que aún estoy loco por sus huesos”.  Ante tal afirmación, Emma dio un respingo de la silla exclamando  “¡¿Cómo dice?!”


Cuando Emma vio el esqueleto de la señora Cuevas reposando sobre la cama del dormitorio, tuvo claro que el número de ventas de la revista “Dime” se dispararía con aquel reportaje. Siempre y cuando, claro, fuera capaz de reponerse al susto y salir de aquella casa lo antes posible.

domingo, 15 de febrero de 2015

EL ESPEJO DE ALEX


—¿Qué estás mirando? ¿Acaso me miras a mí? ¿No? ¿Seguro? Pues soy el único que está en esta habitación.

Sin pensárselo ni un segundo, con agilidad, Alex desenfunda su “ups compac” recién adquirida y apunta justo en medio de esos ojos inexpresivos que le devuelven la mirada desde el espejo de su habitación. Hace una mueca con su cara, un intento frustrado de sonrisa, sopla el cañón sin quitar la vista del espejo, y acto seguido la guarda de nuevo en su funda con especial cuidado.

Alex nunca se ha emocionado por nada, eso dicen los que le conocen, no parece tener ningún apego a las cosas y ni mucho menos a las personas. Nunca se le ha visto acompañado por nadie que no sean sus padres en esa visita mensual que suelen hacerle. En el barrio le conocen como “el sin alma”. Cuando Alex camina, parece que todo lo que le rodea se ve ensombrecido por su presencia. Es de esas personas que no gusta tener cerca, que absorben tu energía. Algunos dicen que es mejor no mirarle a los ojos, que es capaz de embrujarte, aunque en realidad lo único que puede pasar es que  te pierdas en el abismo de esos profundos ojos verdes. Los que han arriesgado a tener algo más de un simple y educado hola y adiós han acabado concluyendo lo mismo; la soledad de Alex es bien merecida. ¿Quién podría enamorarse de un ser tan insulso, incapaz de mostrar ni un ápice de gratitud, de reconocer un acto de buena voluntad?

Pero a Alex poco le importan las críticas de sus vecinos, hace mucho tiempo que asumió que es distinto. Solo ve debilidad en los actos de los demás. En las caricias, en los besos, en los abrazos, en las sonrisas, en el temor, en el miedo y, por supuesto, en las lágrimas sea cual sea su origen. Dicen que Alex nunca ha llorado porque no ha tenido la necesidad de hacerlo ¿Qué tipo de monstruo tiene que ser para no haber derramado ni una lágrima en toda su vida?

Alex sabe que su presencia es molesta, que incomoda a todo el vecindario. Ya ha escuchado rumores, cuchicheos que se silencian a su paso. Alex sabe que no está seguro entre sus vecinos y por ello ensaya una vez más delante del espejo con su pistola.
—¿No me queréis en el barrio? ¿Queréis que me marche? Pues no pienso irme de aquí, no he hecho nada malo, mi nueva amiga y yo nos quedamos.

Alex se ajusta sus raídos vaqueros y completa su vestuario con una amplia sudadera de capucha negra, antes de salir de casa se cubre la cabeza con ella. Guarda su pistola en la parte trasera del pantalón y se arroja a la calle, sin miedo, porque Alex tampoco entiende de eso. No hay nadie sospechoso a su alrededor, todo parece estar en orden. Camina lentamente hacia la panadería. Cuando parece que ha alcanzado su objetivo, el silencio se convierte en un tímido murmullo, se oyen unos “ahí está de nuevo, mírale, ni siente ni padece, no se merece estar entre nosotros, cualquier día nos da un susto…”

Alex nota un golpe seco en la espalda. Cae al suelo. Los murmullos ya no son murmullos, se convierten en gritos, todos quieren unirse a la fiesta de Alex, lo golpean sin piedad y los que no se atreven simplemente le escupen. Alex se cubre la cabeza, pero aún así, algún golpe consigue alcanzarla. Piensa en su pistola, la que se guardó en la parte trasera del pantalón. Sabe que es su única salvación aunque no quiere usarla. Recuerda su fría mirada en el espejo cuando ensayaba sus frases mientras alguien le chilla en el oído  “¿Sientes esto, Alex?”

Un nuevo golpe le alcanza esta vez la rodilla. Es la primera vez que se oye a Alex gritar, gritar de dolor, porque el dolor físico sí que puede sentirlo. Se pregunta cuál es su pecado, por qué le hacen eso. Se revuelve en el suelo y aprovechando un pequeño despiste de sus agresores alcanza la pistola. El escenario cambia, Alex pasa de ser víctima a ese presunto agresor tan temido. La gente se separa de él, algunos quedan paralizados. Alex les apunta con su pistola y con las pocas fuerzas que le quedan comienza a interpretar su escena.

—¿Qué estáis mirando? ¿Acaso me miráis a mí? ¿Sí? ¿Por qué? ¿Por no ser como vosotros? Yo no soy el culpable de vuestros temores. ¿Os he hecho algo alguna vez? Luego soy yo al que llamáis  “sin alma”.


Tiene la venganza entre sus manos. Podría apretar el gatillo, devolverles todo el daño que le han hecho pero tampoco es capaz de sentir el odio. Baja la pistola lentamente, de nuevo la sonrisa frustrada aparece en forma de una extraña mueca en su rostro. No tiene nada más que decirles, no quiere hacerlo, su actuación ha acabado, se gira y se aleja dejando a sus espaldas un pequeño rastro de sangre ante la atónita mirada de aquellos, los que se autoproclaman vecinos modélicos.

sábado, 7 de febrero de 2015

ASESINANDO AL ABUELO



Siempre se ha dicho que los abuelos disfrutan de sus nietos de una forma especial. Mi abuelo Pedro no parecía disfrutar de mí lo más mínimo, se pasaba el día regañándome por tonterías y diciéndome frases del tipo “No sirves para nada, me recuerdas tanto a tu padre…”  La verdad es que no sabía si me parecía o no a él, desgraciadamente, murió junto a mi madre en un accidente cuando yo era muy pequeño.

Me pasé la infancia esperando al abuelo a la salida del colegio. Siempre se presentaba el último. Mientras llegaba, observaba con envidia a mis amigos correr hacia sus abuelos que les recibían con una amplia sonrisa y los brazos abiertos. Sin embargo, lo más bonito que me decía al verme  era “¡Vamos, holgazán, date prisa y no me hagas perder el tiempo!” Afortunadamente, mi abuela no era así, compensaba todo lo que el abuelo Pedro no me daba. Jugaba conmigo y se esforzaba siempre porque estuviera contento.

Fue en mi adolescencia cuando empecé a cultivar un odio indescriptible hacia mi abuelo. La realidad es que cada vez soportaba menos su presencia, sus malos tratos, sobre todo, hacia mi abuela. Me encerraba en mi cuarto buscando ideas en Internet. Un asesinato que pareciera un accidente. Pero ninguna me convencía. Una tarde, ya casi sin esperanzas de encontrar ese plan que me libraría del abuelo, encontré una web, algo extraña, donde te aseguraban un viaje al pasado que cambiaría tu presente. Obviamente, ese viaje había que ganárselo explicándoles por qué lo merecías más que otro y qué es lo que querías solucionar. Rellené sin dudar el formulario incluyendo el motivo y la repercusión que yo pensaba que podría tener. El motivo ya lo sabéis, asesinar a la persona que había arruinado mi infancia y la vida de mi abuela y, las consecuencias, obvias, si mataba a mi abuelo, mi padre nunca nacería y, por consecuencia, yo tampoco, así que moriría en el mismo instante en el que mi abuelo lo hiciera, algo que no me importaba lo más mínimo ya que mi deseo de asesinar al abuelo estaba por encima de mi propia vida. A los dos meses, para mi sorpresa, me comunicaron que había sido elegido para el experimento y un mes después ya, dentro de la cápsula del tiempo, los operarios me recordaron las normas “tiene usted diez minutos para cambiar el presente, le mandamos al lugar, minuto, hora y año que nos ha indicado. Además, le hemos proporcionado el objeto que ha solicitado, una pistola, ¿todo correcto?” Asentí con la cabeza y cerré los ojos. Al abrirlos, si todo iba bien, debería encontrarme en la plaza del pueblo a las ocho de la noche del diez de febrero de mil novecientos cincuenta y siete, lugar donde mi abuelo esperaría a mi abuela para llevarla a cenar y pedirle que se casara con él. Mi abuela me había contado tantas veces esa cita que era difícil olvidar los datos. Así que así fue, instantes después de que los operarios accionaran los mecanismos de aquella aparatosa máquina, aparecí, envuelto en una humareda, en el extremo opuesto de la plaza. Le reconocí inmediatamente a pesar de su juventud y me acerqué hacia él lentamente.

—¿Es usted Pedro?
—Sí, ¿Qué quieres, chico? ¿No tienes otra cosa mejor que hacer que molestarme? Venga, lárgate de aquí muchacho...
— No me conoce, verdad?
—No, ¿por qué tendría que hacerlo?
—Porque soy tu nieto…
Mientras sus pupilas se dilataban ante mi respuesta, saqué la pistola del bolsillo y le disparé la única bala que contenía. No logré ver más porque el mismo humo que me había traído al pasado me empezó a envolver de nuevo hasta, segundos después, encontrarme frente a los operarios que, sorprendidos, me gritaban desconcertados “¿No querías matar a tu abuelo? ¡Deberías haber muerto también! ¿En que has fallado, chico? ¡Te ofrecimos a ti esta oportunidad, pero nos equivocamos!

No sabía en qué podía haber fallado. Salí del edificio aturdido y desconcertado sin explicarme cómo el abuelo Pedro  había burlado a la muerte.

Al entrar en casa, mi abuela se acercó a recibirme preocupada.

­—Hijo, ¿te ha pasado algo? ¡Es muy tarde!
—¿Abuela, y el abuelo…?
—¿Qué abuelo?
—Mi abuelo… —dije mirando a la foto de un joven Pedro, que nunca antes había visto sobre el mueble del salón.
—Ay, hijo, ya sabía yo que llegaría este día, siéntate, tengo que contarte una cosa…
Tras un suspiró continuó.
—Este no es tu abuelo y tampoco fue el padre de tu padre…
—¡¿Entonces quien es este señor?! ­ —Dije sorprendido
—El amor de mi vida, hijo pero… lo asesinaron en la plaza del pueblo hace ya mucho tiempo… qué felices podíamos haber sido.

Y mientras la apretaba aliviado contra mi pecho, no pude evitar soltar un irónico  “No lo sabes tú bien, abuela, no lo sabes tú bien…” 

viernes, 30 de enero de 2015

LA CASA DEL LAGO


La llamaban la casa del lago aunque nunca llegué a entender por qué. En sus inmediaciones, jamás había existido un lago ni nada que se le pareciera. Tampoco las personas del pueblo a las que pregunté supieron explicarme el motivo, simplemente me decían encogiéndose de hombros “no sé, así la hemos llamado siempre…”.

Todos los domingos, hiciese el tiempo que hiciese, mi madre me llevaba a visitar la casa de sus sueños, porque para ella, eso es lo que era esa casa. Tampoco lo entendía demasiado bien, porque para qué engañaros, a  la edad de ocho años, aquella casa me parecía una mansión embrujada, como las que aparecen en las películas de terror o,  incluso,  me recordaba a esos caserones en los que quedaba atrapado en mis peores pesadillas. Supongo que, a la edad de ocho años, cualquier casa abandonada, emplazada en un lugar aislado y silencioso, con una fachada recubierta por una fina capa de musgo y sus grandes ventanales de madera desvencijados, con enredaderas trepando salvajemente hasta el mismísimo tejado de la casa, me hubiera parecido igual de tenebrosa e inhóspita. Además, el jardín también dejaba mucho que desear, la maleza había tomado posesión de toda la superficie, incluida la parte del camino que daba acceso a la puerta principal, una puerta que, como os podéis imaginar, tampoco estaba en muy buen estado. Sin embargo, aún con todos esos inconvenientes, mi madre se quedaba un largo rato contemplándola, con una placentera sonrisa y, después,  me contaba detalladamente qué reformas haría dentro de esa casa.

—Mira, hijo, ¿ves ese muro que separa las dos habitaciones de la tercera planta? Ese muro no sirve para nada, no sé por qué decidieron separar ese espacio en dos estancias. Yo lo tiraría para tener una única sala diáfana y poner dos cómodos sofás…

En realidad, cuando mi madre decía que mirase, yo no veía nada pero asentía con la cabeza a todo lo que ella me iba contando. Me lo había descrito tantas veces, que ya me sabía de memoria todas las reformas, así que simplemente le decía que sí, sin prestarle atención. El camino de regreso al pueblo lo hacíamos siempre en silencio, en ocasiones, pensaba que mi madre estaba fabulando sobre cómo sería vivir en esa casa, pero, otras muchas,  tenía la impresión, por las descripciones tan detalladas que daba de su interior y, por todas esas imaginarias reformas que me contaba con tanto entusiasmo, que mi madre había estado dentro de la casa. Cuando le preguntaba sobre si había entrado alguna vez, simplemente me respondía  “¿Yo hijo? ¡Qué más quisiera! Ojalá pudiéramos vivir ahí, algún día compraré esa casa y mi sueño se hará realidad”. Como comprenderéis, a mis ocho años, la idea de vivir en esa casa, aislados de todo el mundo, me aterraba.

Tras la muerte de mi madre, continué yendo todos los domingos a hacer la visita de rigor a la mansión porque, con dieciséis años, era la única forma que tenía de reencontrarme con mi madre. Al mirar hacia su fachada, podía escuchar su voz narrando una y otra vez todas las reformas que ella hubiera hecho. Pasaron muchos domingos  hasta que uno de ellos, no sé deciros cuál, comencé a enamorarme del viejo caserón comprendiendo la verdadera belleza que se escondía tras sus viejas paredes y, de la misma forma que me enamoré de él, decidí que un día sería mío. Trabajé muy duro para conseguirlo mientras mis amigos se burlaban sobre la idea de invertir en una casa tan ruinosa. Fueron muchos años los que tardé en comprarla y otros tantos en dejarla a mi gusto, en realidad, al gusto de mi madre porque, una vez dentro de la casa, pude observar cada uno de sus rincones y a través de la voz de mi madre, visualicé perfectamente todos los espacios que ella había descrito en sus obras imaginarias y, fue así, cómo poco a poco fui materializando su sueño, que ahora era el mío. Muchas de esas reformas las realicé yo mismo después de una larga jornada de trabajo con la ayuda solidaria de alguno de mis amigos.

Fue en la primavera del ochenta y nueve, cuando a mis  treinta y dos años recién cumplidos pude sentarme tranquilamente en el banco de piedra del jardín a contemplar mi nueva casa, ya con todas las obras finalizadas. Mi madre tenía toda la razón cuando decía que era la mejor casa en la que uno podía vivir. No cabía duda de que la imagen de la casa terminada, fue el mejor regalo de cumpleaños que pude tener ese año. Lejos quedaban ya esos días en que una casa tenebrosa e inhóspita amenazaba con aparecer en mi sueños.

Sonreí amargamente recordando a mi madre. Lo que hubiera disfrutado viendo así la casa. Nunca pude averiguar cómo y por qué sabía tanto de su interior sin haber estado dentro. Es un misterio que siempre se quedará sin resolver. Pero, desde luego, lo que a día de hoy puedo afirmar, es que mi madre consiguió hacer realidad su sueño. Ahora, gracias a las reformas, vivirá en cada uno de los rincones de la nueva casa del lago.

jueves, 10 de julio de 2014

ME GUSTA

Las vacaciones de Marina estaban siendo un asco. Eso pensaba ella mientras observaba en la pantalla de su móvil cómo su amiga Almudena había posado felizmente junto a su novio Fran frente a la playa de Cádiz hacía, aproximadamente, cuatro horas. Veinte personas ya habían indicado que aquella publicación en el perfil de Facebook de Almudena les gustaba y trece de ellas habían comentado positivamente su estado “De vacaciones con mi novio”. Desde luego, a Marina también le gustaba aquella publicación, no sólo le gustaba sino que sentía un poco de envidia. A ella le encantaba la playa pero, este año, por motivos económicos, le iba a ser imposible tenerla cerca. Marina no dudó un segundo en hacer clic sobre el botón de “me gusta” aumentando a veintiuno el contador de la foto.

Mientras pensaba en lo feliz que se veía a Almudena, su móvil emitió de nuevo ese sonido que indicaba, una vez más, que alguien había subido una publicación en Facebook. Esta vez fue su amiga Belén la que, mostrando un look muy veraniego, se había retratado junto a una paella gigante que iba a compartir con su familia, esa a la que sólo podía visitar en verano. Marina no pudo evitar echar un vistazo a la mesa de su cocina para volver a ver el plato de macarrones precocinados que ella misma se había calentado con desgana  en el microondas y que, por supuesto, no compartiría con nadie. Suspiró una vez más y con algo de rabia, dio al botón “me gusta” de la foto y añadió el comentario “¡Cómo te vas a poner, Belén!”

Horas más tarde, fue su amiga Mayte la que colgó una foto en su perfil con sus amigas de la facultad. Todas ellas lucían un bronceado uniforme y reían sobre un yate en Ibiza. Marina comprendió que Mayte se lo estaba pasando de miedo en la despedida de soltera de su amiga Yolanda. Una vez más, Marina pulsó el botón “me gusta” mientras, aburrida en el sofá de su casa, escuchaba el ruido de su viejo ventilador que, moviendo el aire de la sala, intentaba aliviar el calor de la tarde. Harta de ver las fotos que compartían sus amigas en Facebook, Marina decidió desactivar las notificaciones en su móvil para dejar de torturarse. Pensó que ya estaba lo suficientemente desanimada con sus vacaciones para pasarse el día viendo lo maravillosas que estaban siendo las de los demás.

Dos días más tarde, cuando Marina despertó de la siesta, tenía tres llamadas perdidas en su móvil. Almudena, Belén y Mayte querían hablar con ella. Marina resopló, no le apetecía nada conversar con sus amigas. Supuso que le contarían lo bien que se lo estaban pasando mientras ella seguía aburriéndose como una ostra en su piso de cuarenta metros cuadrados. Con muy poca gana fue devolviendo una por una las llamadas porque, al fin y al cabo, su lado racional le indicaba que ellas no tenían la culpa de que sus vacaciones estuvieran siendo tan horrorosas. Al colgar el teléfono Marina sintió cierto alivio. De haber sabido lo que le iban a contar, hubiera devuelto esas llamadas mucho antes.

A Almudena y al guapo de su novio Fran les robaron el bolso donde tenían toda la documentación, todo esto fue una hora más tarde de publicar su feliz foto en Facebook. Se pasaron dos días de trámites para poder obtener una documentación provisional. Belén, la de la paella, se pasó la noche junto a su familia en el hospital. Ella dice que algo de esa paella les sentó mal y Mayte, la de la despedida de soltera en el yate, se había quemado parte de la espalda por estar tanto tiempo al sol sin protección, con lo cual, llevaba un par de días aguantando el dolor que el simple roce de la camiseta le producía.

Marina observó su teléfono, esbozó una sonrisa maliciosa y se dirigió a la terraza de su casa.  Se acomodó en su desvencijada tumbona y sin dudarlo ni un momento, se sacó una foto en la cual podían verse sus pies apoyados sobre un taburete y, a la derecha de éste, su libro favorito junto a una gran jarra de cerveza helada sobre una mesita. La observó durante unos segundos muy satisfecha y dio al botón de publicar en su perfil de Facebook bajo la etiqueta de  “¡De vacaciones, como en casa en ningún sitio!” junto a un emoticono de carita sonriente.

Minutos más tarde ya tenía treinta “me gusta” y diez comentarios.

Por primera vez en sus vacaciones, Marina tuvo la sensación de que no estaban siendo tan malas.


miércoles, 2 de abril de 2014

ANTES DE LA MEDIANOCHE


Lucía se prometió a sí misma que antes de la medianoche se lo diría, lo hizo justo en el instante en el que puso un pie en el avión. Llevaba mucho tiempo intentando hacerlo pero nunca había encontrado el momento oportuno. Aunque, más bien, lo que le pasaba a Lucía es que cuando se trataba de sentimientos, siempre se buscaba una excusa para no tener que afrontar el problema. Un problema que llevaba dilatándose en el tiempo casi un año.

Mientras se acomodaba en el asiento, pensó en que esta vez sería distinto, que tendría el valor de decírselo y que por supuesto se lo diría nada más llegar, justo antes de que las manecillas del reloj marcaran las doce de la noche. Le esperaba un largo viaje de dos horas y media. Sabía que Juan la estaría esperando en el aeropuerto, como siempre, sonriente y con un ramo de flores. Por un momento deseó que esta vez no las hubiera comprado porque, con ese detalle, le costaría más decírselo. Respiró profundamente procurando apartar la imagen de su cabeza y volvió a autoconvencerse de que podría hacerlo tanto si Juan le llevaba flores como si no se las llevaba.

Era consciente de que ya se había enfrentado a esta situación, precisamente el mes pasado cuando vino a ayudar a su hermana para elegir el vestido de novia. Recuerda a la perfección las dos ocasiones en las que reunió algo de valor para contárselo. En ambos momentos, el guión a seguir fue el mismo y el desenlace, como era de esperar, idéntico.

Tendría que cambiar la fórmula, Lucía tenía claro eso de “si quieres que las cosas cambien, hay que hacer algo distinto”. Sabía que esta vez no podría  comenzar con un “Juan, tengo que decirte algo” o “Juan, tenemos que hablar” porque intuía que Juan, su Juan, preguntaría algo del tipo “Dime, Lucía, ¿qué es eso que me quieres contar?”, y  al escuchar sus palabras, pronunciadas con la dulzura con la que acostumbra a dirigirse a ella, no le permitiría continuar y volvería a sonreír como una tonta y a decirle algo parecido a “Nada, cariño, es una tontería… que estoy muy contenta de volver a estar contigo” y una vez más le mentiría y se mentiría a sí misma. Y era por esto por lo que estaba segura de que  no podría comenzar con una frase que le permitiera dar ningún tipo de réplica. Tendría que usar el método “RespiraHondoYSueltaloDeUnaVezSinPensarlo” no por su eficacia sino porque, una vez hecho, ya no habría vuelta atrás, no quedaría más remedio que aclararlo todo. Además, no tendría que complicarse demasiado, con un “Juan, no quiero seguir contigo”, bastaría.

El avión comenzó a hacer su maniobra de aterrizaje. Lucía empezó a sentir una pequeña presión en el pecho. Trató de recordar los ejercicios de yoga que su profesora le recomendaba para relajarse pero, para estas circunstancias, no parecían funcionar demasiado bien.

Ya, con el equipaje en la mano, miró el reloj, al ver que eran las doce menos veinte de la noche el pulso se le aceleró. Intentó repetirse a modo de mantra la misma frase: “Me prometí  decírselo antes de medianoche”, “Me prometí decírselo antes de medianoche”, “Me prometí decírselo antes de medianoche”  y con ese soniquete metido en su cabeza cruzó la puerta que le conduciría hasta Juan.

Lo vio de pie, esta vez no tenía un ramo de flores pero sí una rosa. El simple hecho de verlo hizo que la temperatura de la sala subiera diez grados de golpe, o eso le pareció a Lucía.  Caminó todo lo pausada que pudo hacia Juan, intentando una vez más retrasar el momento, pero no pudo hacerlo tanto como le hubiera gustado porque Juan se apresuró impaciente a abrazarla. Sintió en ese abrazo la fuerza contenida por una larga espera. Una fuerza que ahogó su primer intento de  “RespiraHondoYSueltaloDeUnaVezSinPensarlo”.

Al soltarla, Juan vio el semblante serio de Lucía y le preguntó.

—Lucía, ¿ha pasado algo?, ¿te encuentras bien?

Lucía pensó que no podía posponerlo más, ahora o nunca,  su tiempo se agotaba, quedaban pocos minutos para la medianoche y ella era una mujer de palabra, sí, cumpliría su promesa, tenía que decírselo antes de las doce.

Armándose de todo el valor que nunca había tenido, respiró profundamente y,  justo cuando fue a soltar la frase  “Juan, no quiero seguir contigo”, vio lucir los números del reloj digital que éste llevaba en su muñeca.

—¡¿EN SERIO SON LAS ONCE MENOS CINCO?! —Gritó Lucía.

—Claro, cariño, por qué tanto asombro, ya sabes que aquí tenemos una hora menos. ¿Estás bien? te veo algo alterada.

Lucía sonrió para sí misma recordándose de nuevo la frase “me prometí que se lo diría antes de medianoche”. Y ya, algo más relajada, le dijo a Juan:


—Sí, sí, estoy bien, Juan, mejor que nunca, solo que el viaje me ha dado un poco de hambre, ¿te apetece cenar algo?, tengo todavía una larga hora por delante…

domingo, 30 de junio de 2013

CICATRICES A LA CARTA




Mi hijo Martin se pasaba los fines de semana viendo las películas de Harry Potter. Le encantaba ver cómo el pequeño mago, no tan pequeño en las últimas entregas de la saga, escapaba del malvado Voldemort. No hacía falta que nadie me dijera que le gustaba, lo sabía porque sus ojos se agrandaban al ver los trucos de Harry y, aunque se los sabía de memoria, mostraba siempre el mismo entusiasmo.
Una tarde, mi hijo me dijo:

—Mamá, algún día seré como Harry Potter.
—¿Mago? —Pregunté yo. 
—Sí —Respondió muy seguro de sí mismo. Con la seguridad que tiene un niño de diez años al hacer estas afirmaciones.

Yo no le di importancia a esto que dijo porque… ¿Qué niño de diez años no ha querido parecerse a alguien? Mi hijo, no sé por qué razón, eligió a Harry Potter.

Unos días después de esa inocente confesión, la señorita Farr, directora del colegio al que asistía mi hijo, me llamó para comunicarme que Martin había sufrido un pequeño accidente y que estaba siendo atendido en la sala de urgencias del hospital. 

Aunque la señorita Farr me dijo que no había motivos para preocuparme y calificó el suceso de “pequeño incidente”, fui todo lo rápido que pude. Cuando lo vi sentado en la camilla, no pude evitar asustarme. Tenía la frente enrojecida y le habían tenido que dar puntos.  La calma llegó cuando Martin me sonrió y me dijo “Estoy bien, mamá, no ha pasado nada”. 

Le pregunté en varias ocasiones cómo se hizo aquella herida. Nunca obtuve una respuesta diferente a “Jugando, mamá, jugando…”  Sus amigos tampoco me ayudaron mucho a esclarecer los hechos.

La respuesta no la tenía demasiado lejos, lo supe una tarde que entré en su cuarto y me fijé en el póster que tenía colgado encima de la cama. Sí, mi hijo ahora tenía una cicatriz muy parecida a la que lucía Harry Potter en su frente. Una cicatriz en forma de relámpago que le hacía diferente, único y especial o, al menos, eso es lo que mi hijo pensaba cuando la mostraba orgulloso a sus amigos.

Pasé tiempo pensando en esa travesura. Me preguntaba cómo se le había ocurrido a mi hijo hacer semejante cosa. Estaba claro que quería ser como Harry Potter, pero hacerse una cicatriz aposta…

Han pasado tres años. Mi hijo Martin sigue mostrando orgulloso su “cicatriz de mago” en la frente. Su diablura me dio una gran idea y, gracias a ella, dirijo una clínica de gran éxito. Hoy espero a Arthur, un apuesto joven que quiere parecerse a Joaquin Phoenix. Bueno, en realidad quiere tener la misma cicatriz que el actor posee en su labio superior. Su mujer Martha dice que estaría muy sexy.

Hoy vienen los dos juntos a mi clínica, Cicatrices a la carta, para ultimar los detalles de la operación.