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miércoles, 27 de julio de 2011

FOTOGRAFÍAS




Conocí al tío Pedro a través de la fotografía que reposaba en la mesita del salón. Cuando era pequeña, ni si quiera me atrevía a mirarla y al pasar por su lado me daba la impresión de que el tío Pedro me estaba observando. Si algo tenía de especial aquella fotografía con respecto a las otras era su carencia de color. Ninguna de las demás instantáneas que adornaban el piso eran en blanco y negro. A la edad de doce años, mi madre me contó que el tío Pedro murió en un accidente de coche, como es lógico, aquella historia hizo que los siguientes años contemplase la foto de una forma más compasiva.

Luis era mi mejor amigo, siempre me había llamado la atención su casa. Su madre pensaba que cualquier lugar de ésta era bueno para poner una foto de su hijo. Los días más importante de la vida de Luis se enmarcaban en diferentes tamaños y colores y decoraban cualquier rincón del piso. Un recorrido por los pasillos era un viaje por la historia de su vida, desde su bautizo hasta su graduación, último evento importante. En ocasiones pensé que en la casa de Luis faltaba una foto como la del tío Pedro, observando desde lo alto de una mesa, porque a pesar de las numerosas fotografías que había, curiosamente, ninguna era en blanco y negro. 

Hay días que nunca se olvidan y ese cinco de Julio quedará  grabado siempre en mi memoria. Luis se iba de viaje para pasar unos días con sus primos a Guadalajara. La emoción le dominaba porque horas antes había ido a recoger su coche nuevo. Me llamó, como era habitual en él, para pedirme un favor y me estuvo contando lo bien que iba su Audi, se conducía sólo, decía excitado. Me dijo que todavía le quedaban cincuenta kilómetros para llegar al destino y que me llamaría a la mañana siguiente. Siempre lo hacía, no había día que no hablase con Luis, como mejor amigo que era habíamos compartido todo desde la infancia. Nunca le negaba ningún favor y  menos el que me pidió aquella tarde, algo tan sencillo como acercarle a su madre la chaqueta que se dejó olvidada en mi casa.  Recuerdo cómo la madre de Luis, a la cual yo apreciaba mucho, me abrió la puerta y me recibió con una amplia sonrisa. Al entrar en el salón una extraña sensación recorrió mi cuerpo y advertí cómo todas esas fotografías, en las que Luis se veía retratado, parecían reclamar mi mirada. No pude contener mi asombro al darme cuenta de que todas ellas, sin excepción, habían perdido su color. Ahora la vida de mi amigo pasada por delante de mis ojos como una secuencia de diapositivas en blanco y negro. Luis presentaba en sus fotografías la misma mirada ausente de la que tantas veces de pequeña, en el salón de mi casa, había huido. No entendía lo que estaba sucediendo, la fotografía del tío Pedro irrumpió en mi mente y casi sin darme cuenta mis dedos marcaban el teléfono de mi madre.

 - Mamá, ¿puedes decirme de qué color es el libro que sostiene el tío Pedro en la fotografía del  salón?
-    ¿Para qué quieres saber eso, hija?
-      ¡Mama, es importante!  
-   ¿Pasa algo, hija?
-   ¡Mamá, contesta a la pregunta, por favor!
-      Rojo, hija, el libro que tiene el tío Pedro en sus manos es rojo. Vaya cabeza tienes, Laura, con la de veces que has visto esa foto…

            Mis manos se quedaron sin fuerza, el móvil resbaló entre mis dedos golpeándose contra el suelo mientras una melodía, al otro lado de la habitación, sonaba como presagio de lo inevitable. La madre de Luis se apresuraba a descolgar el teléfono, segundos más tarde, un grito de angustia se expandía por toda la casa. Inmóvil, en medio del salón, ante el llanto desconsolado de su madre, sentí la mirada de mi amigo Luis desde cada una de sus fotografías cuyo color nunca más podrán ver mis ojos.

miércoles, 20 de julio de 2011

SU PEQUEÑO MILAGRO



            Cuando quiso decir buenos días las palabras quedaron detenidas en su garganta y lo único que consiguió emitir fue un extraño sonido. Nunca pensó que aquella afonía sería el  presagio de un largo calvario. De un día para otro su expectativa de vida se vio reducida, como mucho, a un año y medio. En aquel momento, más de una vez, intentó encontrar una explicación a la pregunta: “¿Por qué a mí?" No tuvo sentido hasta que la escuchó en boca de otros, en aquella sala de hospital, donde más que “cobrar sentido” iría “cobrando vidas”.  

            Pasaba tres días completos del mes enchufada a una máquina.  Mientras duraba el tratamiento dejaba la mente en blanco y se olvidaba del personal sanitario que le rodeaba, de la cara de los demás enfermos, de la camilla donde se tumbaba... Luchaba contra el sonido de la  máquina de rayos donde completaba la terapia. Se consolaba con una vida que estadísticamente nunca tendría, deseaba volver a su casa y despertar de esa pesadilla. Pero nunca sucedía. Los días posteriores al ciclo de quimioterapia, mientras ésta seguía abrasando sus venas, se encerraba en su cuarto para que nadie la viera. A veces, en medio de la tarde, la puerta se abría y se deslizaba sigilosamente, para que nadie la oyera, hasta el servicio. La diferencia entre ella y otros enfermos como ella estaba en la capacidad que tenía de transformar sus propias circunstancias en algo positivo. En cuanto el cuerpo se lo permitía, volvía a su vida cotidiana entre ánimos y risas porque, sí, tenía cáncer, pero esos días se encontraba bien.

             Cuando le comunicaron que el tratamiento no le estaba haciendo efecto, a pesar de lo que esto significaba, sintió un gran alivio. Lo que pasó por su cabeza fue que  ya no tendría que ir más al hospital, que no tendría que pasar diez días encerrada en un cuarto recuperándose de aquella quimioterapia a la que tanto temía. Se vio quitándose la peluca y  peinando de nuevo su melena. Se vio eligiendo traje para la graduación de su hija, pensó en sus próximas vacaciones y, mientras hacía planes de futuro, los demás pensaban en lo que los médicos habían dicho, el cáncer estaba en un estado muy avanzado y la cuenta atrás, definitivamente, había comenzado.

            El tiempo pasaba, irremediablemente, mientras ella seguía viviendo con optimismo. No quería volver a oír hablar de la quimio. Cualquier cosa menos eso, se decía a sí misma, y así, aquella mañana, dirigió sus pasos hacia el centro médico donde le harían algunas pruebas para determinar el estado de su enfermedad. Aún recuerda la cara del médico, mezcla de incredulidad y sorpresa, cuando vio los resultados. No había una explicación científica para ese proceso, el tumor había remitido en esos meses sin tratamiento, su tumor en fase IV, inoperable y mortal, ahora podría pasar por quirófano para ser extirpado. 

Hoy, 10 años más tarde, mientras se mira al espejo observa en medio de su pecho, ascendiendo hacia el cuello, esa cicatriz vertical que siempre le recordará que esa historia le sucedió a ella. Hoy vuelve a formularse la pregunta que inició todo este proceso “¿Por qué a mí?” y mientras obtiene la respuesta de siempre, ante lo inexplicable de los hechos, se da cuenta de que la vida le concedió su pequeño milagro.

domingo, 17 de julio de 2011

MIENTRAS NO TENGAMOS ROSTRO


Hoy Jack está obligado a viajar al pasado, a aquella etapa adolescente donde el miedo no existía, donde siempre era el dueño de la situación y donde sus actos no tendrían consecuencias mientras no tuvieran rostro y quedaran en el anonimato. Lo que no sabía Jack es que aquella fatídica noche dejaría de ser el joven inmortal que se creía cuando la adrenalina le corría por sus venas y que ese recuerdo le perseguiría el resto de su vida.

Habrían de pasar varios meses para que Jack  pudiera olvidar levemente aquella noche de verano. Hoy vuelve a repasar aquellas imágenes que tanto le atormentaron desde un ángulo diferente a las que almacena su memoria. La piedra que arrojó con sus propias manos desde aquel puente cuando era sólo un adolescente vuelve a precipitarse al vacío a través de las imágenes de un difuso vídeo. Siente de nuevo el impacto de la piedra contra un coche, que nunca debió pasar por allí,  y completa su memoria con imágenes que jamás llegó a albergar  porque el pánico le hizo huir de aquella escena. Ha dedicado mucho esfuerzo a desintegrar esa piedra en su cabeza y borrar el sentimiento de culpabilidad de aquel accidente, pero hoy Jack vuelve a ser el mismo adolescente que arrojó aquella roca sintiendo la necesidad que tuvo en su día, escapar cobardemente del mismo escenario. Jack nota cómo su respiración se acelera, no recuerda a ninguno de sus amigos grabando la escena, sin embargo, ahí está la prueba del delito reproduciéndose en la pantalla de su portátil.

Eleanor Watson era conocida en todo Creekville por su bondad. La noche en la que el coche de Eleanor se salió de la calzada chocando trágicamente contra uno de los muros del puente viejo, fue uno de los días más tristes de Creekville. Todos y cada uno de los habitantes tenían un recuerdo especial de Eleanor, todos, en algún momento de su vida, fueron sorprendidos por esa amabilidad desinteresada que le caracterizaba. Después de realizar algunas investigaciones sobre el accidente, se llegó a la conclusión de que una roca se había desprendido del puente y la mala suerte hizo que impactara con el coche. Eleanor perdió el control y se estrelló contra el muro.

Con su mano temblorosa, Jack consigue apagar el portátil. La muerte de Eleanor Watson se instala como un virus de nuevo en su cabeza. Jack intenta calmarse repasando cada una de las imágenes que el vídeo muestra del accidente. Ese vídeo no prueba que él lanzara esa piedra desde el puente. Jack repite en voz alta lo mismo que le dijo a sus amigos, aquellos que compartieron con él aquella noche. “Nadie nos ha visto, así que mientras no tengamos rostro, nadie podrá culparnos”, y así sellaron aquel pacto de silencio, conscientes de que su amistad ya no sería la misma. A pesar de todos esos razonamientos tranquilizadores, aquella noche Jack no consiguió conciliar el sueño. El video se proyectó indefinidamente en su cabeza hasta que los primeros rayos de sol penetraron por su ventana.

Todos los días, a la misma hora, Jack recibe el vídeo acompañado del mismo mensaje: “Sé lo que hiciste, es hora de que pagues por ello”. Esas imágenes le acompañan desde el comienzo de su jornada, forman parte de su vida y, mientras se pregunta "¿Por qué ahora?", su obsesión por el accidente crece y Eleanor empieza a aparecer en algunos lugares, cruzando la calle, entrando en una tienda, subiendo a un autobús, sonriéndole desde el otro lado de la acera, incluso sentada a su lado cuando cena. Los días van pasando y el peso de la conciencia le va poco a poco minando. Eleanor ya  le sigue a todas partes, le habla, le llama y a veces le pide auxilio, ese que le negó en su día. Eleanor se acuesta en su cama, se arropa con sus mismas sábanas, a veces le aprieta, le ahoga  y él se despierta siempre con su grito acompañado del fuerte pitido de un claxon. El rostro de Jack ha sido desvelado y lo único que tiene claro es que, por mucho que corra, ya no podrá escapar de sus propios actos.

Alguien aprieta de nuevo el botón REC de una Panasonic enfocando el puente viejo. A través de la pantalla, Jack se convierte en protagonista de la película y se transforma en la piedra que un día arrojó por el puente. Rachel R. Watson cree que hoy se ha hecho justicia y guarda la cámara en su mochila maldiciendo aquella noche en la que su madre perdía la vida mientras el amor que ella sentía por Jack se transformaba en cenizas.