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viernes, 6 de julio de 2012

COBARDÍA



Las dos de la tarde, aún me queda una hora para enfrentarme de nuevo a la mirada de la señora Wellington. Ella estará sentada una vez más frente a mi y me mirará, estoy segura de que lo hará, intentará mirarme a los ojos y no sé si podré resistirlo. Su mirada me recuerda a la de mi madre. También su cabello, su sonrisa, su forma de hablar, incluso su forma de vestir, con esos amplios trajes que cubren todo su cuerpo, pero mi madre nunca estaría allí, en el lugar donde ahora ella se encuentra.

La primera vez que la vi creí haberme confundido de persona. “¿Ella es la señora Wellington?”, exclamé sin darme cuenta en voz alta. “No puede ser, no puede ser ella”, me repetía una y otra vez una voz interior, “está claro que tienen que haberse confundido”. Pero no, no se habían confundido, aquella mujer, de mediana edad, era la señora Wellington. Todos los datos de los informes que había leído días antes sobre ella se amontonaron en mi cabeza. Nunca la hubiera imaginado de aquella forma y, sin embargo, allí estaba, sentada, posando su dulce y profunda mirada sobre la sombra de mi silueta.

Miro el reloj, el tiempo parece transcurrir más lento de lo habitual aunque quizás sea el latido de mi corazón, cada vez más acelerado, el que me transmite esa sensación. Me tumbo en la cama y respiro profundamente intentando calmarme aunque no tengo demasiado éxito. Trato de no pensar en ella pero la repetición de alguna de las conversaciones que he escuchado en la sala número 13 se reproduce en mi cabeza.

—Señora Wellington ¿Dónde se encontraba usted el 17 de Julio de 2006 a las 17 horas?
-—En casa de mi hija, señor Walter.
-—¿Está segura, señora Wellington, está segura de que no fue a visitar a su amiga Kitty Holmes?
-—No, señor, fui a visitar a mi hija, ella puede decirlo...
-—Entonces, ¿por qué encontramos su bolso en casa de la señora Holmes?. Dígame señora Wellington, ¿qué hacía allí su bolso?
-—No sé, alguien lo llevaría, yo no estuve ese día en casa de Kitty..
-—Y… ¡¿por qué dentro de su bolso había un ticket de compra de ese mismo día, señora Wellington?! ¿Cómo llegó ese ticket y su bolso a casa de la señora Holmes? ¿Puede explicar eso, puede explicarlo....?!!
—No sé cómo llegó mi bolso allí...
—Pues se lo voy a decir yo, señora Wellington, ¿no será que se lo dejó olvidado el día que asesinó a su amiga Kitty Holmes?
—¡Protesto señoría!

Las tres menos cuarto, alguien llama a la puerta y suena una voz en el pasillo.

Señorita Baker, ¿está usted preparada?

Me miro en el espejo y me recoloco el pelo, como si fuera yo la que va a ser juzgada, y abro la puerta. Mientras me conducen hacia la sala sigo pensando en las respuestas que días atrás dio la señora Wellington. Ella siempre había estado calmada, firme en todas sus contestaciones pero, sobre todo,  siempre había apoyado sus respuestas en argumentos que contradecían las acusaciones.

-—Yo no lo hice, lo juro. Alguien debió de tenderme una trampa. Yo quería mucho a Kitty, eso lo sabe todo el mundo, no le hubiera hecho daño nunca.
—Pero hay testigos que dicen que usted discutió con la señora Holmes  la noche anterior a su asesinato. ¿ Qué puede decir sobre eso, señora Wellington ?
—Es cierto, no lo niego, esa noche discutimos, como otras veces, pero eso no es motivo para asesinar a alguien. Casi todas las amigas discuten alguna vez en la vida y eso no es motivo de asesinato, créame señor Walter, se equivocan de persona.

Y así, recordando fragmentos del juicio, llego a la sala número 13, donde me siento junto a los demás miembros del jurado. Lo sé, ha llegado la hora decisiva, no hay vuelta atrás. Escucho el veredicto de mis compañeros, que han decidido a favor de los argumentos del fiscal. Trato de escapar a esos ojos que tanto me recuerdan a mi madre y que no hacen más que mirarme dulcemente. Intento olvidar todas las respuestas coherentes que ha dado a lo largo de estos días y que han dado tantas vueltas en mi cabeza. Intento no pensar cuál fue el criterio que tuvieron para seleccionarme como jurado de este caso. Cierro los ojos en un acto de cobardía, no quiero verla más porque no podría resistir el recuerdo de su mirada cuando pronuncie mi última palabra: “Culpable”.

jueves, 17 de mayo de 2012

LA MANO DERECHA

El señor Aguado, director general de los grandes almacenes “Mundo elegante”, esperaba en su despacho la llegada de los candidatos al puesto de gerente de compras y ventas para entrevistarles. Su secretaria, la señorita Márquez, había llamado horas antes a la puerta de su despacho y le había entregado un dossier con los currículos de  los candidatos que habían superado las pruebas de selección, rigurosamente ordenados por orden alfabético. Un total de cuatro personas, un hombre y tres mujeres componían la lista. El señor Aguado examinó sus referencias con detenimiento, aunque ya sabía de antemano cual sería su elección.

Realizó las entrevistas. Cualquiera de las tres mujeres hubiera podido desarrollar el trabajo perfectamente pero el señor Aguado se fiaba más de los hombres y se decantó por Don Álvaro Espinosa, un joven licenciado en comercio y negocio que, a pesar de su desconcertante aspecto y a pesar de tener menos experiencia que las candidatas, le daba mayor confianza para el puesto.

Don Álvaro Espinosa comenzó esa misma semana a desempeñar su trabajo en “Mundo elegante” y en unos meses se había convertido en una pieza fundamental para la empresa. Las decisiones que tomó y las estrategias de marketing adoptadas hicieron que la compañía aumentara sus ingresos un 13% el primer trimestre. Aquellas cifras asombraron al señor Aguado y le permitieron reafirmar su elección ante la junta de socios que, al principio, habían dudado de su decisión. Estaba claro que la escasa estatura de Don Álvaro, su pelo lacio, los trajes amplios que vestía, no se correspondían con la imagen de gerente de “Mundo elegante” pero los ingresos que había proporcionado a la empresa desde su llegada hicieron que su aspecto dejara de tener  importancia.

No hizo falta ni un año para que Don Alvaro Espinosa pasara a formar parte de la directiva de “Mundo elegante”. Cualquier decisión pasaba siempre por sus manos. Sin duda alguna era la mano derecha del señor Aguado y todos apuntaban a que sería su sucesor en la empresa.

Una mañana, cuando Álvaro y el señor Aguado discutían en su despacho unas decisiones importantes sobre ampliación de mercados, irrumpió en la sala un hombre algo agitado  que, perseguido por la señorita Márquez, insistía que su mujer estaba allí. Al verlo entrar Álvaro y el Señor Aguado se levantaron sobresaltados. El hombre, a su vez, se quedó mirando a don Álvaro, como hacían todos los que le veían por primera vez.

— Disculpe, Señor Aguado, no he podido hacer nada para retenerlo. Insistía en que su mujer estaba trabajando en este despacho — dijo la señorita Márquez algo avergonzada por no haber sabido controlar la situación.

— Pues como ve, señor...
— Segura....

— señor Segura, aquí no hay ninguna mujer — Dijo el señor Aguado echando un vistazo a su alrededor — Si nos disculpa, estamos en una reunión muy importante y nos gustaría proseguir con ella.

El señor Segura no consiguió apartar la vista de Álvaro pero, antes de que pudiera decir nada, fue el mismo Álvaro el que rompió el silencio.

— Luego hablamos en casa, Roberto.

El señor Aguado se quedó perplejo ante aquella contestación. Miró fíjamente a Álvaro y,  por primera vez,  pudo ver cómo un pequeño mechón rubio asomaba por debajo de su lacio pelo negro.

miércoles, 25 de abril de 2012

HOTEL ENCANTADO

Lucas Gómez recorrió una vez más los pasillos de Hotel Mar.Todavía era capaz de recordar cómo jugaba en ellos cuando era un niño. Podría decirse que ese hotel había sido su verdadero hogar, la mayor parte de su vida había transcurrido entre esas paredes, ya algo agrietadas por el paso del tiempo. Como director del hotel era consciente de la situación actual, aquel viejo edificio ya no era tan atractivo para el turismo, a pesar de su privilegiado emplazamiento, y la reciente construcción de un hotel en el mismo pueblo había sido el detonante definitivo para que el negocio se fuera a pique.


La mañana del 14 de Junio, Lucas se encerró en su despacho y observó la pila de facturas impagadas que se amontonaban en la mesa. Al mirar la fotografía de su padre, que tenía encima del escritorio,al lado del teléfono, no pudo contener las lágrimas, se culpaba por no haber sido capaz de mantener lo que con tanto sacrificio había construido su padre. Cogió la foto, intentando refugiarse en su recuerdo y se le vino a la cabeza una de las frases que siempre le decía. “Hijo, si quieres tener éxito, tienes que marcar la diferencia”.


Esa misma tarde reunió a sus empleados para comunicarles el cierre definitivo de Hotel Mar, no podía seguir engañándolos. Cuando Lucas finalizó su discurso, Eduardo, uno de los empleados más antiguos, rompió el silencio.


-- Señor Gómez ¿Recuerda lo que le decía su padre? Eso de la diferencia...


-- Claro, Eduardo, pero no hay nada diferente que hacer, las cifras son claras, no podemos hacer frente a los gastos.


-- Bueno... se me había ocurrido...¿Qué le parece si decimos que el hotel está embrujado ? Quizás podamos atraer así a la clientela.


A Lucas, de entrada, la idea de embrujar el hotel le pareció disparatada. Los lugares encantados no suelen atraer visitantes, más bien todo lo contrario, pero vista la insistencia y el entusiasmo de Eduardo accedió a tener una conversación en privado con él. Tras sus explicaciones, el proyecto no le pareció tan descabellado. Cuando salieron del despacho, Lucas convocó a los demás empleados para comunicarles el nuevo plan y lo acogieron con bastante entusiasmo, cualquier cosa antes que perder su trabajo.


Mientras los empleados disfrutaban con sus nuevas tareas, haciendo desaparecer objetos, apagando algunas luces de los pasillos por la noche o generando extraños sonidos, los rumores sobre hotel encantado fueron creciendo. Aquel nuevo escenario parecía agradar a los huéspedes que afirmaban que esos pequeños sustos les hacía más amena su estancia.

Todo parecía ir según lo planeado en Hotel Mar hasta que el 15 de septiembre llegó un huésped bastante peculiar. El Señor Peláez, un reputado periodista de la zona, quería hacer un reportaje sobre los ya famosos fantasmas del hotel. Cuando Lucas lo vio llegar, sintió pánico, sabía que en realidad el Señor Peláez había venido a desvelar los trucos que usaban los empleados para hacer pensar a la gente que el hotel estaba embrujado. No obstante, le recibió educadamente y le proporcionó una de las mejores habitaciones. Acto seguido, reunió a sus empleados para alertarles de la presencia de Peláez y les pidió que durante su estancia no realizaran ningun truco que pudiera ponerles en evidencia.


Los siguiente días transcurrieron con calma, el señor Peláez rastreó, sin ningún éxito, todos los rincones del hotel en busca de cámaras, sensores o algún otro artilugio que pudiera provocar los fenómenos que los huéspedes describían. Peláez, no contento con el resultado, prolongó su estancia esperando que alguno de los empleados cometiera un error puesto que estaba convencido que alguno lo haría. El deseado error llegó aquella misma noche cuando Peláez recorría silencioso los pasillos del hotel. Encontró a un empleado manipulando uno de los cuadros. Sacó su cámara para fotografiarlo y acto seguido las luces se apagaron y se encendieron. A continuación el hombre desapareció del pasillo. A Peláez le pareció un truco muy conseguido,sin embargo, no le importó cómo había sido realizado, simplemente miró el visor de su cámara y verificó que la imagen de aquel hombre se veía correctamente.


A la mañana siguiente, Peláez imprimió la foto. Tenía la prueba que tanto había deseado, ahora sólo le faltaba buscar al empleado y entrevistarle, estaba seguro que con un poco de presión confesaría. Tras un par de horas recorriendo el hotel sin rastro de ese hombre, el señor Peláez decidió ir al despacho de Lucas para preguntarle.


             --  Buenos días Señor Gómez, ¿puedo pasar?


-- Claro, Señor Peláez. ¿Qué le trae por aquí? ¿Tiene algún problema?

-- Bueno, en realidad uno, señor Peláez. Anoche me pasó algo curioso, mientras caminaba por uno de los pasillos del hotel, las luces se apagaron.


- Eso no es ninguna novedad, Señor Peláez, ya sabe que este hotel está encantado, lo de las luces pasa muy amenudo.


- Ya, pero es que vi a una persona al otro lado del pasillo, a un empleado suyo.


-  ¿Ah si? - dijo el señor Peláez con el temor de haber sido descubierto -- ¿ Se puede saber quien era ?

- A eso vengo, a que me lo diga usted, conseguí sacarle una foto y me gustaría entrevistarle, no he logrado localizarlo.


- ¿No había entrevistado ya a todos los empleados del hotel?.


- Venga, señor Gómez, usted sabe que este hotel no está encantado, es todo una farsa para atraer a los clientes, dígame quien es ese empleado.  Está claro que estaba colocando algo detrás del cuadro.


Cuando Lucas la vio no pudo contener un gesto de sorpresa pero se repuso enseguida. Cogió el portarretratos que estaba junto al teléfono y se lo mostró a Peláez.


- Me temo que va a ser imposible entrevistarlo

jueves, 22 de marzo de 2012

EL REPORTERO DE NORTH WEST


Cuando Nolan entró en la institución psiquiátrica de North West se mostró un tanto nervioso. Había sido seleccionado para realizar un reportaje y era una oportunidad que no podía desperdiciar. Convivir en el centro no sería nada fácil pero lo consideraba algo necesario para entender el funcionamiento de la institución y obtener información de primera mano de alguno de los pacientes.

El primer día de Nolan en North West no fue demasiado esperanzador, ya le habían hablado de lo duro que podría ser estar allí, pero no fue consciente hasta aquel momento. En su interior, el edificio se reducía a varias plantas de largos pasillos, siempre atestados, y de pabellones dedicados a diversas actividades a las que nadie prestaba atención, casi todos los pacientes parecían inmersos en mundos propios o bastante alejados de la realidad. Las voces y el ruido eran una constante en todas las salas y las pequeñas ventanas, perfectamente enrejadas, producían una inquietante sensación de claustrofobia. El personal del centro parecía controlar la situación aunque, en ocasiones, parecía ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

Cuando Marian, una de las enfermeras, le trajo un pantalón y una camisa blanca, como la de los demás enfermos, le pareció una gran idea. “Qué mejor que hacerse pasar por otro paciente para integrarse en el centro”. La aceptó y se la puso de inmediato.

Los primeros días se dedicó a recorrer todas y cada una de las salas a excepción de una zona que llamaban “la jaula”. Los pacientes más problemáticos se encontraban allí y, aunque los mecanismos de seguridad eran muy eficaces, se consideraba una zona bastante peligrosa. El acceso a ese ala del hospital estaba totalmente prohibido, ni siquiera a él se le dejó entrar. En varias ocasiones pidió una autorización y siempre le fue denegada. Nolan siempre llevaba su grabadora en la mano e iba documentando aquello que consideraba útil para su informe. Fue el segundo día cuando se dio cuenta de que aquella tarea tampoco iba a ser tan sencilla como parecía a priori. A algunos enfermos no les resultaba cómoda su presencia, lo consideraban un elemento perturbador en su rutina y más cuando Nolan apretaba el botón de su grabadora y se ponía a hablar, sin parar, en voz alta. Nunca había sentido miedo hasta que Martin le agredió, aunque la actuación eficaz del personal del centro evitó que aquello pasara a mayores.

Marian fue un gran apoyo los primeros días. Sin duda alguna la más simpática y considerada de todas las enfermeras. Todas las mañanas, cuando Nolan pasaba por el control, ella le sonreía, incluso cuando parecía agotada por una mala noche. También era la única que mostraba un poco de interés por su reportaje, el resto del personal parecía verle como a uno más, incluso a veces, él mismo se sentía tratado como cualquier otro enfermo.

- ¿Qué tal va el reportaje, Nolan?
-Ya falta menos, Marian, dentro de poco ya no tendré que molestarte.
-Ya sabes que tú no molestas, Nolan, puedes quedarte cuanto quieras, eres el invitado perfecto.

Aquella mañana, Nolan dirigió sus pasos hacia el comedor. Esperaba encontrar a alguien a quien entrevistar. Había puesto sus expectativas en la señora Graham pero la señora Graham no estaba en su lugar preferido, frente a la segunda ventana, y, por más que la buscó, no logró encontrarla. Parecía que la deseada entrevista iba a tener que esperar. Se sentó, dejó su grabadora sobre la mesa y se dedicó a observar al resto de pacientes mientras buscaba otra persona a quien interrogar. Estaba tan concentrado en la selección que no vio a Martin coger su grabadora y empezar a imitarle en medio del comedor. Un miedo súbito le sobrecogió: el trabajo de varios días estaba registrado en el aparato y no podía perderlo, tenía que recuperar la grabadora como fuera. Fue hacia Martin para quitársela de las manos pero Martin le esquivó. Lo intentó de nuevo pero Martin logró escabullirse. Entonces agarró el brazo de Martin y trató de alcanzar la grabadora pero Martin se defendió con un codazo, forcejearon y la grabadora cayó al suelo y se hizo añicos.

La expresión de Nolan cambió, sus manos empezaron a temblar. Volvía a tener esa sensación de pérdida de control. Vio cómo el personal del hospital se movilizaba rápidamente hacia donde el estaba mientras el pitido de una alarma atravesaba sus oídos. El ya conocía ese sonido, alguien había activado el código de seguridad. Echó un vistazo de nuevo hacia Martin pero, antes de que pudiera abalanzarse sobre él, lo apresaron dos celadores de gran envergadura que le sujetaron mientras Marian, su enfermera favorita, sin perder la sonrisa, le inyectaba algo en el brazo.

-Tranquilo, Nolan, no pasa nada. Mañana te traeremos otra grabadora y podrás seguir con tu reportaje. Ya lo verás, al final serás el mejor reportero del mundo.

miércoles, 22 de febrero de 2012

LA MALDICIÓN DE VIEJO ANDÉN


-¿Cuánto tiempo lleva ahí sentado?
-Creemos que desde que finalizó el partido.
-¡¿El que se disputó ayer?!
- Sí, ese mismo…

Era la primera vez que pisaba el estadio "Viejo Andén" y también podía decirse que era la primera vez que pisaba un estadio de fútbol. A mis veintisiete años nunca me había interesado por ese deporte, exceptuando los tiempos en que ser futbolista formaba parte de la simplicidad con la un niño de seis años ve el mundo. No podía compararlo con otros, pero me pareció desmesurado para un pueblo tan modesto como parecía ser Arroyo Blanco. Estaba claro que alguien había realizado una fuerte inversión en él, parecía ser el antojo y el capricho de algún ricachón.

Antonio López, de unos ochenta y cinco años, vecino de Arroyo Blanco, permanecía sentado en la grada izquierda, como bien me habían prevenido sus familiares, inmóvil, con la mirada fija en el césped del campo. Mientras me acercaba a él, me dio tiempo a echar otro vistazo alrededor y pude contemplar la grandiosidad del estadio. En tamaño, nada tenía que envidiar a los de la capital.

Me senté junto Antonio y, como era de esperar, ni se inmutó. Seguía inmerso en su mundo sin afectarle lo que a su alrededor pasara, aunque sus ojos se movían ligeramente, recorriendo el campo de una portería a otra. Le observé durante cinco minutos hasta que decidí deshacer el silencio que nos rodeaba.

-Hola Antonio -le saludé-, mi nombre es Alberto Castro, soy el nuevo médico de Arroyo Blanco, me envía…

Antonio no me dejó acabar la frase, alzó el brazo llevándose a la boca el dedo índice de su mano derecha para pedirme silencio. Ignoré aquella petición y rompiéndolo de nuevo - era evidente que Antonio no estaba tan mal como sus familiares habían descrito – seguí hablando.

- ¿Por qué está usted aquí todavía?
Antonio cambió la postura para dirigirme una mirada y dedicarme sus primeras palabras.
 - Tu no lo entiendes, chico, ni siquiera eres de aquí.
La voz de Antonio sonó triste, tan triste como las voces de otros vecinos de Arroyo Blanco que habían depositado una vez más sus esperanzas en un partido de fútbol. El equipo local, "los Cobra", habían perdido de nuevo, ya sumaban ocho derrotas consecutivas y, de seguir así un par de jornadas más, el descenso estaba asegurado.
Miré a Antonio sin saber muy bien qué decir porque, en aquel momento, ni si quiera estaba seguro de que eso formara parte de mi trabajo como médico del pueblo y lo único que pude afirmar fue lo que él había dicho, que no, que no lo entendía. Pero escucharía gustosamente una explicación.
La respuesta debió de convencer a Antonio porque le sacó de su trance y, acto seguido, me contó lo siguiente:

-¿Ves este estadio, hijo? Fue construido hace sesenta años. Por estos terrenos antes pasaban las vías del tren que llevaban a la capital. Estas vías estuvieron funcionando muchos años, hasta que un día, desgraciadamente, un accidente se cobró la vida de veinte personas, la mayoría habitantes de Arroyo Blanco. Dijeron que el causante de ese accidente fue el mal estado de las vías, así que esa fue la última vez que un tren pudo circular por ellas. En memoria de las víctimas, se cercó el terreno y se levantó un pequeño monumento para recordarlas. Pero unos años más tarde, volvió al pueblo Rogelio, el hijo del alcalde, que había hecho una fortuna en Perú y que quería hacer algo para obsequiar al pueblo por el buen trato a su familia, aunque más bien lo hacía para que siempre fuera recordado. Se le ocurrió la idea del estadio. Y tuvo que hacerlo aquí, precisamente, porque esta es la única zona llana del pueblo que tiene las dimensiones adecuadas. De primeras protestamos e intentamos impedir su construcción por respeto a las víctimas, pero el dinero que nos dio, la idea de tener nuestro propio equipo local y una distracción en el pueblo, añadida a las primeras victorias del equipo, hizo que todos los habitantes de Arroyo Blanco nos olvidásemos por completo de los difuntos. La alegría nos duró bien poco. Porque ese equipo ganador, comprado a golpe de talonario, que tantas alegrías nos había prometido, cada vez que jugaba en "Viejo Andén" parecía perder toda su magia y la derrota estaba asegurada. "Los Cobra" son el cuarto equipo que se atreve a jugar aquí y van por el mismo camino que los demás, el descenso. Está claro que “ellos” quieren que les dejemos tranquilos.

Cuando Antonio pronunció la palabra “ellos” miró de nuevo al campo. Estaba claro que se refería a las personas que fallecieron en el accidente. Lo dijo con tanta seguridad que, a pesar de no creer en este tipo de fenómenos, me hizo mirar fijamente al centro del campo y, por un momento, cuestionarme mis creencias.
Nunca podré olvidar aquella conversación con Antonio. La presunta maldición de la que me habló, cierta o no, había alcanzado ya a cuatro clubes en el estadio "Viejo Andén", incluidos "Los Cobra", que descendieron esa misma temporada. De esto hace ya diez años pero hoy la alegría colectiva nos dice que puede ser un gran día para Arroyo Blanco. Los Rojos han elegido, contra todo pronóstico, el estadio de "Viejo Andén" como sede para jugar. El pueblo vuelve a tener equipo. Esta noche, las luces del "Viejo Andén" volverán a brillar con la misma fuerza e ilusión de antaño, los vecinos se vestirán de rojo y bajarán al estadio, incluido yo, haciéndonos la misma pregunta: ¿serán capaces Los Rojos de acabar con la maldición?

miércoles, 1 de febrero de 2012

SIETE AÑOS DE MALA SUERTE


        Siempre me consideré una chica con suerte, con más de la que una pudiera desear. Estaba acostumbrada a escuchar la frase “qué suerte tienes, Clara” aunque también, cuando alguna amiga se enfadaba conmigo, escuchaba “la suerte acaba cambiando, ¿sabes?”. Nunca me consideré una persona supersticiosa, tampoco tenía por qué serlo porque incluso los viernes trece durante toda mi vida la suerte siempre me había acompañado.

        También la suerte me acompañó el día que conocí a Manuel, el chico más guapo de todo el campamento de verano. Y supongo que la suerte tuvo algo que ver en todo esto porque, justo el día en que lo conocí, su novia, una de las muchas que había tenido, le acababa de dejar. Manuel y yo comenzamos ese mismo verano a salir juntos, el día que me pidió salir trajo entre sus manos un pequeño espejo y me lo regaló acompañado de unas palabras que aún no he podido olvidar: “para que cuando te mires en él, recuerdes lo mucho que te quiero”. Y, justo cuando pronunciaba esas palabras, dejó el espejo sobre mis manos con tan mala suerte (sí, eso mismo he dicho) que el espejo se rompió.

        Manuel, al ver el espejo roto, me preguntó “¿No serás supersticiosa, no?, porque tengo entendido que esto son siete años de mala suerte”. “¿Supersticiosa, yo?, vamos, hombre, si soy la chica con mas suerte del mundo”, le dije con una amplia sonrisa. El me la devolvió acompañado de un tímido “si tu lo dices…”

       Supersticiosa o no, desde aquel día las cosas más insólitas comenzaron a sucederme. Si necesitaba un taxi no aparecía ninguno, si cogía el paraguas no llovía pero si decidía dejarlo en casa la lluvia aparecía de inmediato. Que tenía que entregar un trabajo, anotaba mal la fecha. Que tenía una cita importante, no llegaba a tiempo. Que tenía que causar buena impresión, ya me encargaba de hacer algo para estropear el momento. Lo único bueno de todas aquellas situaciones era que Manuel estaba siempre allí, cerca de aquellos sucesos, para ayudarme o intentar consolarme, así que al fin y al cabo tampoco podía quejarme porque algo bueno seguía teniendo en mi vida.

        Así pasé más de seis años, acordándome de aquel espejo roto que aún guardaba con mucho cariño porque a pesar de todo, me recordaba la frase de Manuel y nuestro primer día juntos. No voy a negar que durante el séptimo año iba tachando los días del calendario para comprobar si pasado el fatídico día era capaz de recuperar la suerte.

        Y como todo en esta vida acaba llegando, también la hoja del 15 de Julio apareció en mi calendario, con un gran alivio por mi parte. Manuel me llamó, cenaríamos juntos como acostumbrábamos a hacer en nuestro aniversario, pero también me dijo que tenía un regalo especial para mí.

        No puedo ocultaros la felicidad que sentí esa tarde, porque seguía saliendo con Manuel y porque quizás mi racha de mala suerte finalizara esa misma noche. Y así, me puse mi mejor vestido y me dirigí hacia el restaurante rompiéndome, -algo tenía que suceder-, uno de mis tacones.

        Manuel me esperaba en la puerta, puntual, y nada más verme, me alargó una pequeña cajita, envuelta con su lacito rojo, a la par que me decía. “Han pasado siete años, ya es hora de que sustituyas el otro”. Cuando abrió la caja, encontré otro espejo, y tengo que confesar que sentí pánico al verlo, no quería volver a tener un espejo cerca, no hoy que presuntamente acabaría mi mala suerte. No me dio tiempo a rechazarlo porque el lo deslizó sobre mi mano, aunque esta vez, preocupada por que se volviera a caer, no le miré a los ojos, centré toda mi atención en ese torpe gesto y me di cuenta de que era premeditado. El espejo, cayó al suelo rompiéndose, como la primera vez.

        Le miré furiosa, él sabía que tenía que estarlo. Mientras el espejo era atraído por la fuerza de gravedad hacia el suelo, no voy a decir que por mi mente pasaron todos los momentos de mala suerte, pero sí unos cuantos, los suficientes hasta retroceder al mismo día en que salí con Manuel y a una escena similar a la actual.

       Manuel más que nunca fue consciente de la situación. Sabía que había sido descubierto y también sabía que ahora yo tendría que decidir, como lo hicieron sus otras novias, entre recuperar la suerte en mi vida o vivirla, tal cual, junto a él.

martes, 10 de enero de 2012

EL AMOR EN CLAVE DE BIT


Si algo está claro es que las nuevas tecnologías acercan a las personas que más distantes están y alejan a las que más cerca se encuentran.
Silvia era consciente de ello, desde que había descubierto el chat en Internet se pasaba horas a diario hablando con desconocidos, algunos no tanto después de varios meses conversando con ellos, aunque nunca tuviera la certeza de saber cuánta verdad había en lo que le contaban. A Silvia aquello poco le importaba, ella ocupaba sus tardes solitarias sentada delante del ordenador y, a veces, incluso, se permitía el lujo de poder ser una persona totalmente diferente, porque ella, en contra de su principio de sinceridad, también jugaba de vez en cuando a ser quien no era y aquello le producía cierto bienestar.
Cuando conoció a Lucas, o a la persona que se hacía llamar Lucas en el IRC, algo cambió. Desde el primer momento sitió una conexión bastante especial con él y, por lo que parecía, Lucas también debía de sentirla porque allí estaba, puntualmente conectado todos los días a las siete de la tarde, esperándola. Pasaron meses intercambiando opiniones y compartiendo sus vidas. Casi todos sus gustos coincidían, incluso alguna de sus manías como la de tomar siempre el café solo, en vaso mediano y con dos azucarillos. A diferencia de lo que uno pudiera pensar, el virus del amor se fue transmitiendo bit a bit  y  llegó directo al corazón de Silvia.
Aquella relación era perfecta, o por lo menos así lo sentía ella que, tras su jornada de trabajo, deseaba llegar a casa para hablar con Lucas, sin hacer caso a sus amigos que no consideraban aquella relación algo sano puesto que la estaba alejando bastante de mundo que ellos consideraban real. Pero a pesar de toda aquella perfección, el primer dilema de Silvia llegó el día en que Lucas le mandó una fotografía suya y le pidió que hiciera lo mismo para poderla conocer físicamente. Silvia había intentado retrasar aquel momento en varias ocasiones, porque pensaba que aquel intercambio de instantáneas podría acabar con aquellas tardes mágicas y, total, la probabilidad que tenían de encontrarse o de verse, tal cual transcurrían sus vidas, era nula.
Aquella tarde Silvia se miró al espejo varias veces, se examinó de arriba abajo y no le gustó lo que vio,  imposible enviárselo a Lucas y menos ahora que ella había visto su foto. Su imagen había mejorado con creces el Lucas perfecto que ya ocupaba su mente y, por primera vez en su relación, Silvia prefirió incurrir a un pequeño engaño y buscó una foto de su mejor amiga Marta, a la cual consideraba bastante guapa, para enviársela. A fin de cuentas, ¿llegarían a conocerse algún día? La distancia que los separaba y las probabilidades de encontrarse eran bastante pequeñas y, aunque estaba enamorada de él, a Silvia aún le quedaba un poquito de sentido común y era consciente de que aquella relación no tendría futuro.
Aquella fotografía le costó a Silvia varias conversaciones escuchando lo guapa que era. Bueno, lo guapa que era Marta. Según avanzaban los días, el malestar por haber mentido a Lucas sobre su aspecto físico se incrementaba y el día en que decidió decirle la verdad sobre la foto fue demasiado tarde. Ese día Lucas le comunicó que iría a su ciudad, por cuestiones de trabajo, a pasar una semana, y que podrían quedar a tomar un café a la misma hora en que se sentaban delante de sus ordenadores para iniciar la charla diaria.
Desde luego, si alguien podía hacer algo así por Silvia, no podía ser otra que su mejor amiga que, compadeciéndola, decidió hacerse pasar por ella en la cita, al fin y al cabo habían estado toda la vida juntas y conocía a Silvia tanto como sí de su hermana se tratara. Obviamente, Silvia eligió el Café Central, del que tanto había hablado a Lucas, y puso al día a Marta de las últimas novedades de su amigo. Se citaron en la puerta principal del café a las siete de la tarde.
Silvia entró en la cafetería y eligió su sitio como quien va a ver un espectáculo. Se encontraba nerviosa y no sabía muy bien cómo iba a salir de aquel jaleo. Pidió su café, solo, en vaso mediano y con dos azucarillos,  y esperó a que Marta entrara con el hombre de su vida.
Cuando los vio aparecer a los dos juntos, irónicamente, pensó que hacían buena pareja, aunque obviamente era a ella a quien le hubiera gustado estar allí pero, su cobardía la había relegado a aquel puesto de espectador. Se sentaron tres mesas hacia su derecha, lo suficiente para que Silvia pudiera ver de frente a Lucas. Marta pidió su café solo, en vaso mediano y con dos azucarillos imitando los gustos de Silvia pero Lucas pidió simplemente un descafeinado en taza y aquel pequeño detalle llamó la atención de Silvia. Los dos se reían, parecían que se lo pasaban estupendamente, eso probaba que Marta debía de estar haciendo bien el papel de Silvia porque Lucas no parecía extrañarse por nada. Pasada media hora, consciente de lo absurdo que era ser espectadora de su propia cita, Silvia se dio cuenta de que alguien la miraba. Un hombre atractivo, no tanto como Lucas, estaba sentado dos mesas a su izquierda y cruzaba las manos sobre un vaso mediano y los restos de papel de dos azucarillos, iguales a los que había en el platillo de su café. Por primera vez aquella tarde, Silvia esbozó una sonrisa, se levantó lentamente de su asiento y se acercó a aquel hombre.
—Hola, soy Silvia Martínez, ¿te importa que me tome el café contigo?