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miércoles, 22 de febrero de 2012

LA MALDICIÓN DE VIEJO ANDÉN


-¿Cuánto tiempo lleva ahí sentado?
-Creemos que desde que finalizó el partido.
-¡¿El que se disputó ayer?!
- Sí, ese mismo…

Era la primera vez que pisaba el estadio "Viejo Andén" y también podía decirse que era la primera vez que pisaba un estadio de fútbol. A mis veintisiete años nunca me había interesado por ese deporte, exceptuando los tiempos en que ser futbolista formaba parte de la simplicidad con la un niño de seis años ve el mundo. No podía compararlo con otros, pero me pareció desmesurado para un pueblo tan modesto como parecía ser Arroyo Blanco. Estaba claro que alguien había realizado una fuerte inversión en él, parecía ser el antojo y el capricho de algún ricachón.

Antonio López, de unos ochenta y cinco años, vecino de Arroyo Blanco, permanecía sentado en la grada izquierda, como bien me habían prevenido sus familiares, inmóvil, con la mirada fija en el césped del campo. Mientras me acercaba a él, me dio tiempo a echar otro vistazo alrededor y pude contemplar la grandiosidad del estadio. En tamaño, nada tenía que envidiar a los de la capital.

Me senté junto Antonio y, como era de esperar, ni se inmutó. Seguía inmerso en su mundo sin afectarle lo que a su alrededor pasara, aunque sus ojos se movían ligeramente, recorriendo el campo de una portería a otra. Le observé durante cinco minutos hasta que decidí deshacer el silencio que nos rodeaba.

-Hola Antonio -le saludé-, mi nombre es Alberto Castro, soy el nuevo médico de Arroyo Blanco, me envía…

Antonio no me dejó acabar la frase, alzó el brazo llevándose a la boca el dedo índice de su mano derecha para pedirme silencio. Ignoré aquella petición y rompiéndolo de nuevo - era evidente que Antonio no estaba tan mal como sus familiares habían descrito – seguí hablando.

- ¿Por qué está usted aquí todavía?
Antonio cambió la postura para dirigirme una mirada y dedicarme sus primeras palabras.
 - Tu no lo entiendes, chico, ni siquiera eres de aquí.
La voz de Antonio sonó triste, tan triste como las voces de otros vecinos de Arroyo Blanco que habían depositado una vez más sus esperanzas en un partido de fútbol. El equipo local, "los Cobra", habían perdido de nuevo, ya sumaban ocho derrotas consecutivas y, de seguir así un par de jornadas más, el descenso estaba asegurado.
Miré a Antonio sin saber muy bien qué decir porque, en aquel momento, ni si quiera estaba seguro de que eso formara parte de mi trabajo como médico del pueblo y lo único que pude afirmar fue lo que él había dicho, que no, que no lo entendía. Pero escucharía gustosamente una explicación.
La respuesta debió de convencer a Antonio porque le sacó de su trance y, acto seguido, me contó lo siguiente:

-¿Ves este estadio, hijo? Fue construido hace sesenta años. Por estos terrenos antes pasaban las vías del tren que llevaban a la capital. Estas vías estuvieron funcionando muchos años, hasta que un día, desgraciadamente, un accidente se cobró la vida de veinte personas, la mayoría habitantes de Arroyo Blanco. Dijeron que el causante de ese accidente fue el mal estado de las vías, así que esa fue la última vez que un tren pudo circular por ellas. En memoria de las víctimas, se cercó el terreno y se levantó un pequeño monumento para recordarlas. Pero unos años más tarde, volvió al pueblo Rogelio, el hijo del alcalde, que había hecho una fortuna en Perú y que quería hacer algo para obsequiar al pueblo por el buen trato a su familia, aunque más bien lo hacía para que siempre fuera recordado. Se le ocurrió la idea del estadio. Y tuvo que hacerlo aquí, precisamente, porque esta es la única zona llana del pueblo que tiene las dimensiones adecuadas. De primeras protestamos e intentamos impedir su construcción por respeto a las víctimas, pero el dinero que nos dio, la idea de tener nuestro propio equipo local y una distracción en el pueblo, añadida a las primeras victorias del equipo, hizo que todos los habitantes de Arroyo Blanco nos olvidásemos por completo de los difuntos. La alegría nos duró bien poco. Porque ese equipo ganador, comprado a golpe de talonario, que tantas alegrías nos había prometido, cada vez que jugaba en "Viejo Andén" parecía perder toda su magia y la derrota estaba asegurada. "Los Cobra" son el cuarto equipo que se atreve a jugar aquí y van por el mismo camino que los demás, el descenso. Está claro que “ellos” quieren que les dejemos tranquilos.

Cuando Antonio pronunció la palabra “ellos” miró de nuevo al campo. Estaba claro que se refería a las personas que fallecieron en el accidente. Lo dijo con tanta seguridad que, a pesar de no creer en este tipo de fenómenos, me hizo mirar fijamente al centro del campo y, por un momento, cuestionarme mis creencias.
Nunca podré olvidar aquella conversación con Antonio. La presunta maldición de la que me habló, cierta o no, había alcanzado ya a cuatro clubes en el estadio "Viejo Andén", incluidos "Los Cobra", que descendieron esa misma temporada. De esto hace ya diez años pero hoy la alegría colectiva nos dice que puede ser un gran día para Arroyo Blanco. Los Rojos han elegido, contra todo pronóstico, el estadio de "Viejo Andén" como sede para jugar. El pueblo vuelve a tener equipo. Esta noche, las luces del "Viejo Andén" volverán a brillar con la misma fuerza e ilusión de antaño, los vecinos se vestirán de rojo y bajarán al estadio, incluido yo, haciéndonos la misma pregunta: ¿serán capaces Los Rojos de acabar con la maldición?

miércoles, 1 de febrero de 2012

SIETE AÑOS DE MALA SUERTE


        Siempre me consideré una chica con suerte, con más de la que una pudiera desear. Estaba acostumbrada a escuchar la frase “qué suerte tienes, Clara” aunque también, cuando alguna amiga se enfadaba conmigo, escuchaba “la suerte acaba cambiando, ¿sabes?”. Nunca me consideré una persona supersticiosa, tampoco tenía por qué serlo porque incluso los viernes trece durante toda mi vida la suerte siempre me había acompañado.

        También la suerte me acompañó el día que conocí a Manuel, el chico más guapo de todo el campamento de verano. Y supongo que la suerte tuvo algo que ver en todo esto porque, justo el día en que lo conocí, su novia, una de las muchas que había tenido, le acababa de dejar. Manuel y yo comenzamos ese mismo verano a salir juntos, el día que me pidió salir trajo entre sus manos un pequeño espejo y me lo regaló acompañado de unas palabras que aún no he podido olvidar: “para que cuando te mires en él, recuerdes lo mucho que te quiero”. Y, justo cuando pronunciaba esas palabras, dejó el espejo sobre mis manos con tan mala suerte (sí, eso mismo he dicho) que el espejo se rompió.

        Manuel, al ver el espejo roto, me preguntó “¿No serás supersticiosa, no?, porque tengo entendido que esto son siete años de mala suerte”. “¿Supersticiosa, yo?, vamos, hombre, si soy la chica con mas suerte del mundo”, le dije con una amplia sonrisa. El me la devolvió acompañado de un tímido “si tu lo dices…”

       Supersticiosa o no, desde aquel día las cosas más insólitas comenzaron a sucederme. Si necesitaba un taxi no aparecía ninguno, si cogía el paraguas no llovía pero si decidía dejarlo en casa la lluvia aparecía de inmediato. Que tenía que entregar un trabajo, anotaba mal la fecha. Que tenía una cita importante, no llegaba a tiempo. Que tenía que causar buena impresión, ya me encargaba de hacer algo para estropear el momento. Lo único bueno de todas aquellas situaciones era que Manuel estaba siempre allí, cerca de aquellos sucesos, para ayudarme o intentar consolarme, así que al fin y al cabo tampoco podía quejarme porque algo bueno seguía teniendo en mi vida.

        Así pasé más de seis años, acordándome de aquel espejo roto que aún guardaba con mucho cariño porque a pesar de todo, me recordaba la frase de Manuel y nuestro primer día juntos. No voy a negar que durante el séptimo año iba tachando los días del calendario para comprobar si pasado el fatídico día era capaz de recuperar la suerte.

        Y como todo en esta vida acaba llegando, también la hoja del 15 de Julio apareció en mi calendario, con un gran alivio por mi parte. Manuel me llamó, cenaríamos juntos como acostumbrábamos a hacer en nuestro aniversario, pero también me dijo que tenía un regalo especial para mí.

        No puedo ocultaros la felicidad que sentí esa tarde, porque seguía saliendo con Manuel y porque quizás mi racha de mala suerte finalizara esa misma noche. Y así, me puse mi mejor vestido y me dirigí hacia el restaurante rompiéndome, -algo tenía que suceder-, uno de mis tacones.

        Manuel me esperaba en la puerta, puntual, y nada más verme, me alargó una pequeña cajita, envuelta con su lacito rojo, a la par que me decía. “Han pasado siete años, ya es hora de que sustituyas el otro”. Cuando abrió la caja, encontré otro espejo, y tengo que confesar que sentí pánico al verlo, no quería volver a tener un espejo cerca, no hoy que presuntamente acabaría mi mala suerte. No me dio tiempo a rechazarlo porque el lo deslizó sobre mi mano, aunque esta vez, preocupada por que se volviera a caer, no le miré a los ojos, centré toda mi atención en ese torpe gesto y me di cuenta de que era premeditado. El espejo, cayó al suelo rompiéndose, como la primera vez.

        Le miré furiosa, él sabía que tenía que estarlo. Mientras el espejo era atraído por la fuerza de gravedad hacia el suelo, no voy a decir que por mi mente pasaron todos los momentos de mala suerte, pero sí unos cuantos, los suficientes hasta retroceder al mismo día en que salí con Manuel y a una escena similar a la actual.

       Manuel más que nunca fue consciente de la situación. Sabía que había sido descubierto y también sabía que ahora yo tendría que decidir, como lo hicieron sus otras novias, entre recuperar la suerte en mi vida o vivirla, tal cual, junto a él.