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jueves, 25 de abril de 2013

LA ÚLTIMA CALADA

Encendió el último cigarrillo de una cajetilla que él no había comprado. Se lo puso en los labios y le dio la primera calada. Antes de que se diera cuenta, estaba expulsando el humo acompañado de una tos seca que duró unos segundos. Lo dejó en el cenicero y se quedó mirándolo fijamente. El humo grisáceo que desprendía pareció dibujar una sonrisa en el aire. Intentó corresponderle con otra, pero no sólo no lo consiguió sino que sus labios se contrajeron en un extraño rictus.

Se quitó las gafas y dejó caer la cara contra el cristal de la mesa. No le importó sentir cómo el frío le traspasaba la piel, casi lo agradecía porque el cansancio acumulado en la última semana empezaba a pasarle factura. Cerró los ojos y dejó que la nube de humo lo envolviera por completo. Los abrió de nuevo, justo para ver las primeras pavesas que, lentamente, se fueron convirtiendo en ceniza. Respiró hondo y llenó los pulmones de aquel aire contaminado con el que tantos años había convivido. Al exhalarlo, la primera lágrima rodó por su mejilla.

Alzó la cabeza, su vista se posó en los ojos inexpresivos del retrato de su mujer que, misericordiosos, le devolvían la mirada, mientras el olor del cigarrillo se hacía por momentos más intenso. Alargó el brazo para coger la botella de tequila y llenó una copa que, desde hacía varias noches, le esperaba encima de la mesa. El trago arañó su garganta ya casi seca y observó cómo casi la mitad del pitillo se había convertido en un frágil cilindro de ceniza. Dirigió la mirada al cuadro otra vez y la segunda lágrima cayó por su mejilla, ahora mucho más rápido. No pudo contener el grito que se había guardado tantas noches sentado en la incómoda silla del hospital donde ella había estado ingresada.

Miró su cara, nada tenía que ver con la que había visto durante las últimas semanas, un rostro que ya formaba parte de un pasado que, desgraciadamente, le parecía bastante lejano. Suspiró y, en medio de ese suspiro, se dio cuenta de que ya no volvería nunca más a verla, ni siquiera con uno de esos cigarrillos, que tanto odiaba, en la mano.

Cogió el pitillo y lo acomodó entre sus dedos de fumador inexperto. Inhaló con rabia lo poco que quedaba para intentar consumirlo de una sola calada. Mientras lo hacía, pensó que nunca le había gustado el sabor del tabaco aunque en ella nunca le había parecido tan malo. Lo mismo le pasaba con el olor que, mezclado con su caro perfume, parecía distinto. Pero es que en ella todo era distinto.

Se sobrepuso al esfuerzo de la última calada, respiró profundamente y dejó el pitillo quieto entre sus dedos y, simplemente, esperó a que se consumiera, igual que había hecho con su mujer durante las últimas semanas en aquella cama de hospital donde, aún entre delirios, le suplicaba la última calada.

Cuando la brasa llegó al filtro, aplastó en el cenicero el último cigarrillo de una cajetilla que él no había comprado.

lunes, 22 de abril de 2013

LUNES... OTRA VEZ

Su brazo se mueve mientras suena la Sexta sinfonía de Beethoven. Su puño impacta en mi estómago y mi cuerpo se dobla hacia delante. Una gota de sudor me resbala por la frente mientras el volumen de la música aumenta. La cara del agresor se difumina por completo y mi mano, en un desplazamiento suave, consigue llegar hasta la mesilla para apagar el maldito despertador.
Las seis y media de la mañana, mi cuerpo sigue paralizado por la pesadilla. Con la sinfonía pegada a los oídos pienso que, si no hubiera sido por ella, quizás podría haber devuelto el golpe. Me desperezo, no vale la pena perder más el tiempo proyectando imágenes de una pelea ficticia, la verdadera pesadilla está a punto de comenzar, es lunes, un maldito lunes.

Me levanto, todos mis movimientos son torpes, dejo que mi instinto me guíe hasta la cocina y preparo el primer café, el primero de muchos. Su olor es diferente, siempre lo es, y, para colmo, los lunes tampoco sabe igual. Cuando las primeras gotas de la ducha caen sobre mi cabeza empiezo a percatarme de qué clase de día me espera. Miles de expedientes, aún sin clasificar y apilados en varias mesas, aguardarán impacientes mi llegada para ser procesados. Cientos de correos retenidos el fin de semana en el servidor entrarán sin piedad en mi ordenador y, todos ellos, por supuesto, serán incidencias de carácter urgente. Para colmo, el señor Martínez, al que no parecen sentarle bien los fines de semana, se paseará alrededor de las mesas. Apenas nos dejará respirar. Nuestro ahogo se mezclará con el ruido de la maquinaria de  Textiles Martínez que comenzará a funcionar a las ocho en punto. Un minuto de retraso significaría una catástrofe, no para la empresa, sino para los empleados. La pesadilla de los lunes se convertiría en un verdadero infierno. La voz de Martínez se elevaría por encima del ruido de los motores y traspasaría las finas paredes de las oficinas, nuestras cabezas se esconderían tras los monitores y nadie más, en todo el día, se atrevería a decir ni una sola palabra.
Termino de vestirme, son las siete de la mañana, me apresuro a salir de casa porque el autobús, siempre puntual, hace su parada a las siete y diez en la calle Río Segre. Casi siempre tengo que echarme una pequeña carrera, aunque los lunes no, los lunes voy con tiempo, sería imperdonable llegar tarde un día como este.

Hoy no hay demasiada gente esperando bajo la marquesina, miro a lo lejos intentando divisar la silueta del autobús que parece, por primera vez en mucho tiempo, retrasarse. Empiezo a impacientarme, pienso en el señor Martínez y me inquieto aún más.  Por fin lo diviso a lo lejos, mi reloj marca las siete y veinticinco, respiro tranquilo, creo que aún puedo llegar puntual.
Saco el libro del maletín, una historia policiaca me ayuda a no pensar en la larga jornada que me queda. Con el vaivén del autobús el inspector González encuentra la prueba definitiva para resolver el asesinato que me ha quitado el sueño en las últimas semanas y, justo a falta de diez hojas para terminar el libro, el autobús hace su parada en calle Las Palmas frente a Textiles Martínez. La resolución del caso tendrá que esperar. Son las siete y cincuenta y siete. Aún dispongo de tres minutos para llegar a mi puesto de trabajo.

Miro a mi alrededor, no estoy acostumbrado a tanta calma, ningún claxon me ha atravesado los oídos. A pesar de no haber comenzado demasiado bien el día, quizás sea un buen presagio, puede que este lunes sea diferente.

Acelero el paso hacia la puerta, no quiero llegar tarde, empiezo a concentrarme, en mi cabeza ya sólo existen temas laborales. No puedo permitirme pensar en el inspector González y en esas diez hojas que me quedan para acabar el libro. Tengo que dejarlas aparcadas hasta las siete de la tarde, hora a la que acostumbro a salir todos los lunes, aunque el horario oficial de salida sean las cinco y media.
Son las ocho y un minuto, tiro de la puerta, parece estar atascada, vuelvo a intentarlo con algo más de fuerza, tampoco tengo éxito. Empiezo a asustarme, la frase con la que nos amenaza a diario el señor Martínez ya suena en mi cabeza: “Un día cerraré la puerta a las ocho y un minuto y quien no esté en su puesto de trabajo será despedido”. Son las ocho y dos minutos, la angustia se apodera de todo mi cuerpo pensando en la posibilidad de que el señor Martínez haya llevado a cabo sus amenazas.  Respiro hondo, puede que acabe de perder mi puesto de trabajo. Intento llevar la vista a través del cristal por si al otro lado hubiera algún compañero al que pedir ayuda. Quizás aún pueda colarme sigilosamente y alcanzar mi mesa sin ser descubierto, puede que con un poco de suerte el señor Martínez no haya pasado aún por la oficina. No puedo llevar la vista más allá del cristal. Un cartel, que cuelga ligeramente torcido en la puerta principal, me lo impide.

Al verlo, siento una bocanada de aire fresco, un alivio inesperado. Ahora caigo en la cuenta.  No, no estoy despedido, y, aunque comprender mi error me quita un gran peso de encima, no puedo dejar de pensar que… mañana será lunes. Sí, de nuevo… un maldito lunes.

jueves, 4 de abril de 2013

ENCHUFES Y OTRAS ENFERMEDADES


  
   
Si os digo que no sé cómo llegué a esta situación, estaría mintiendo porque, la verdad, sí lo sé. Todo empezó de la forma más absurda posible, con una simple frase, ya saben, una frase como otra cualquiera, una de esas frases que a veces te da por decir. “Qué buen día hace”, “Qué bien que estemos juntos”. Ese tipo de frases que uno usa para rellenar los huecos de una conversación o, simplemente, para evitar el incómodo silencio. Como es de suponer, mi mente no eligió ninguna de las típicas frases usadas para esos momentos. No dije nada sobre el tiempo, ni sobre lo bien que estábamos en la casa rural. A mí, lo que se me ocurrió decir fue: “Qué mal rollo esto de los enchufes, ¿no?”


Y aquella inocente frase desencadenó mi calvario personal, porque soy consciente de que una frase como la del tiempo no habría provocado esa reacción entre mis amigas. Estuvieron un largo minuto mirándome desde la otra punta de la sala con cara de haber visto un fantasma y yo, que no soy mucho de aguantar los silencios, les pregunté: “¿Se puede saber qué pasa?”.

Y lo que pasaba me lo dijo Martita, que siempre ha sido la más decidida del grupo. No pudo evitar poner esa vocecilla de no haber roto un plato en su vida para decirme: “Laura, cariño, creo que... en fin... tienes que hacerte ver eso de los enchufes, creo que necesitas ayuda”. “¡¿Ayuda?!”, me pregunté yo y, claro, tras una afirmación como esa, de nuevo, se hizo el silencio y este fue mucho más tenso que todos los anteriores.

No sé si necesitaba ayuda o no pero, tras ese fin de semana, cuando miraba un enchufe, la voz de Martita surgía de las profundidades de mi mente y me repetía “Te lo tienes que hacer ver…” y esa vocecilla fue la culpable de todo. Así conocí a Carla Mancini, mi psicóloga.

La primera sesión con Carla se me hizo extraña, digo extraña porque, aún habiendo tomado la decisión de visitarla, no sabía qué hacía allí exactamente. Para mí no existía ningún problema con los enchufes, no obstante, le expliqué lo que me pasaba con ellos, la necesidad que tenía de comprobar si la carcasa estaba rota, de saber qué aparato conectaba a cada uno de ellos, la existencia de toma de tierra… Ella asentía con la cabeza a todo lo que decía y, de vez en cuando, anotaba algo en su libreta. Una vez que terminé de contárselo, ella sonrió, algo que hizo que me relajara por momentos aunque la relajación no duro demasiado. Empezó a hacerme muchas preguntas sobre mi vida cotidiana, mis hábitos, mi trabajo, mi familia, mis amigos, y yo fui respondiendo a todo ello de la manera más precisa posible entendiendo que eso le facilitaría su trabajo aunque sin acabar de comprender qué tenía que ver todo aquello con los enchufes. Al finalizar la sesión, Carla me dijo: “Laura, querida, tu problema no está en los enchufes, así que relájate con el tema, ya trabajaremos todo lo demás”.

“¿Que mi problema no son los enchufes? Entonces… ¿cual es mi problema?”, y… ¿desde cuando tengo yo problemas?”

Obviamente, tras esa sesión la voz de Martita desapareció y, durante esa semana, fue la voz de la Señora Mancini la que, cada vez que me decidía a hacer algo, planificar mi día, colocar un cojín torcido, lavarme las manos después de tocar al gato o revisar los radiadores en busca de alguna fuga, aparecía en mi cabeza: “…tu problema no son los enchuches”. Entonces, acto seguido me preguntaba “¿será este (el horario, los cojines torcidos, el gato, los radiadores) mi problema?”

Las siguientes sesiones con Carla fueron de mal en peor. Cada vez que finalizaba una sesión abandonaba la consulta con la certeza de que convivía con una nueva fobia, manía u obsesión. Según Carla, no sólo revisaba los enchufes sino que era una obsesa del orden, los horarios, las normas y el trabajo. Sí, también del trabajo. Cosas que yo consideraba virtudes, tales como ser puntual, perfeccionista, trabajadora, organizada, planificadora, ahora no sólo dejaban de serlo sino que pasaban a ser síntomas de un cuadro “obsesivo compulsivo”.

Y así fue como empecé a obsesionarme con todo. Cada cosa que hacía venía precedida por la pregunta: “¿Será esto otro síntoma?”. Y, asustada por la idea de que lo fuera,  hacía lo contrario de lo que pensaba hacer. Dejé de mirar la hora, lo que provocó que llegara tarde a unas cuantas reuniones de trabajo y sus consecuentes broncas. Dejé de ordenar escrupulosamente la casa con lo que dejó de parecer un hogar acogedor. Dejé de planificar mi vida y, como consecuencia, me perdí algunos eventos en los que no sólo me hubiera gustado estar sino que tendría que haber estado.

En mi última sesión con la Señora Mancini, me limité a escucharla y, como era de esperar, mi lista de obsesiones aumentó de nuevo. No pude aguantarlo más  así que la miré fijamente a los ojos y le pregunté:

 −¿Señora Mancini, me puede decir cómo he podido sobrevivir tantos años con todos estos problemas que tengo?

La Señora Mancini se quedó perpleja con mi pregunta, ni si quiera pudo articular palabra.

−Lo suponía…

Me levanté del sofá, miré mi reloj para planificar qué haría con el tiempo que me sobraba de la consulta y, antes de salir del despacho, no pude evitar decirle.

− Por cierto, señora Mancini, sería bueno que revisara el enchufe que tiene debajo de la mesa, no parece estar en muy buenas condiciones.