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jueves, 4 de abril de 2013

ENCHUFES Y OTRAS ENFERMEDADES


  
   
Si os digo que no sé cómo llegué a esta situación, estaría mintiendo porque, la verdad, sí lo sé. Todo empezó de la forma más absurda posible, con una simple frase, ya saben, una frase como otra cualquiera, una de esas frases que a veces te da por decir. “Qué buen día hace”, “Qué bien que estemos juntos”. Ese tipo de frases que uno usa para rellenar los huecos de una conversación o, simplemente, para evitar el incómodo silencio. Como es de suponer, mi mente no eligió ninguna de las típicas frases usadas para esos momentos. No dije nada sobre el tiempo, ni sobre lo bien que estábamos en la casa rural. A mí, lo que se me ocurrió decir fue: “Qué mal rollo esto de los enchufes, ¿no?”


Y aquella inocente frase desencadenó mi calvario personal, porque soy consciente de que una frase como la del tiempo no habría provocado esa reacción entre mis amigas. Estuvieron un largo minuto mirándome desde la otra punta de la sala con cara de haber visto un fantasma y yo, que no soy mucho de aguantar los silencios, les pregunté: “¿Se puede saber qué pasa?”.

Y lo que pasaba me lo dijo Martita, que siempre ha sido la más decidida del grupo. No pudo evitar poner esa vocecilla de no haber roto un plato en su vida para decirme: “Laura, cariño, creo que... en fin... tienes que hacerte ver eso de los enchufes, creo que necesitas ayuda”. “¡¿Ayuda?!”, me pregunté yo y, claro, tras una afirmación como esa, de nuevo, se hizo el silencio y este fue mucho más tenso que todos los anteriores.

No sé si necesitaba ayuda o no pero, tras ese fin de semana, cuando miraba un enchufe, la voz de Martita surgía de las profundidades de mi mente y me repetía “Te lo tienes que hacer ver…” y esa vocecilla fue la culpable de todo. Así conocí a Carla Mancini, mi psicóloga.

La primera sesión con Carla se me hizo extraña, digo extraña porque, aún habiendo tomado la decisión de visitarla, no sabía qué hacía allí exactamente. Para mí no existía ningún problema con los enchufes, no obstante, le expliqué lo que me pasaba con ellos, la necesidad que tenía de comprobar si la carcasa estaba rota, de saber qué aparato conectaba a cada uno de ellos, la existencia de toma de tierra… Ella asentía con la cabeza a todo lo que decía y, de vez en cuando, anotaba algo en su libreta. Una vez que terminé de contárselo, ella sonrió, algo que hizo que me relajara por momentos aunque la relajación no duro demasiado. Empezó a hacerme muchas preguntas sobre mi vida cotidiana, mis hábitos, mi trabajo, mi familia, mis amigos, y yo fui respondiendo a todo ello de la manera más precisa posible entendiendo que eso le facilitaría su trabajo aunque sin acabar de comprender qué tenía que ver todo aquello con los enchufes. Al finalizar la sesión, Carla me dijo: “Laura, querida, tu problema no está en los enchufes, así que relájate con el tema, ya trabajaremos todo lo demás”.

“¿Que mi problema no son los enchufes? Entonces… ¿cual es mi problema?”, y… ¿desde cuando tengo yo problemas?”

Obviamente, tras esa sesión la voz de Martita desapareció y, durante esa semana, fue la voz de la Señora Mancini la que, cada vez que me decidía a hacer algo, planificar mi día, colocar un cojín torcido, lavarme las manos después de tocar al gato o revisar los radiadores en busca de alguna fuga, aparecía en mi cabeza: “…tu problema no son los enchuches”. Entonces, acto seguido me preguntaba “¿será este (el horario, los cojines torcidos, el gato, los radiadores) mi problema?”

Las siguientes sesiones con Carla fueron de mal en peor. Cada vez que finalizaba una sesión abandonaba la consulta con la certeza de que convivía con una nueva fobia, manía u obsesión. Según Carla, no sólo revisaba los enchufes sino que era una obsesa del orden, los horarios, las normas y el trabajo. Sí, también del trabajo. Cosas que yo consideraba virtudes, tales como ser puntual, perfeccionista, trabajadora, organizada, planificadora, ahora no sólo dejaban de serlo sino que pasaban a ser síntomas de un cuadro “obsesivo compulsivo”.

Y así fue como empecé a obsesionarme con todo. Cada cosa que hacía venía precedida por la pregunta: “¿Será esto otro síntoma?”. Y, asustada por la idea de que lo fuera,  hacía lo contrario de lo que pensaba hacer. Dejé de mirar la hora, lo que provocó que llegara tarde a unas cuantas reuniones de trabajo y sus consecuentes broncas. Dejé de ordenar escrupulosamente la casa con lo que dejó de parecer un hogar acogedor. Dejé de planificar mi vida y, como consecuencia, me perdí algunos eventos en los que no sólo me hubiera gustado estar sino que tendría que haber estado.

En mi última sesión con la Señora Mancini, me limité a escucharla y, como era de esperar, mi lista de obsesiones aumentó de nuevo. No pude aguantarlo más  así que la miré fijamente a los ojos y le pregunté:

 −¿Señora Mancini, me puede decir cómo he podido sobrevivir tantos años con todos estos problemas que tengo?

La Señora Mancini se quedó perpleja con mi pregunta, ni si quiera pudo articular palabra.

−Lo suponía…

Me levanté del sofá, miré mi reloj para planificar qué haría con el tiempo que me sobraba de la consulta y, antes de salir del despacho, no pude evitar decirle.

− Por cierto, señora Mancini, sería bueno que revisara el enchufe que tiene debajo de la mesa, no parece estar en muy buenas condiciones.

3 comentarios:

  1. ¡Ya era hora, bonita!
    Meses que has tenido esto parado...
    Pero bueno, ha merecido la pena esperar.
    Qué relato más bueno, jamía, qué bien escrito, qué soltura, cómo has manejado la ironía...
    Y qué divertido.
    En resumen: es un gran cuento, me ha encantado.
    Abrazo, so vaga.
    :-)

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  2. Qué agradable leerte. Gracias por este interesante relato. Enhorabuena (ya sabes que yo no suelo comentar mucho)

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  3. Me encanta este relato, Ana, ¡me toca de cerca, jeje!
    Tienes mucha razón, tengo colegas que producen esos efectos llamados iatrogénicos (cuando la supuesta curación produce enfermedad) y lo has pillado genial, muy aguda. ¡Un abrazo!

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