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jueves, 30 de mayo de 2013

LA ELECCIÓN DE MARTINA

Cuando Martina recibió la invitación se sintió muy afortunada. A sus diecisiete años, nunca había asistido a una fiesta. No porque no le gustaran, sino porque nadie, durante los tres años que llevaba en el instituto, se había molestado en invitarla.

Un poco nerviosa rasgó el sobre que la contenía para saber exactamente de qué se trataba. Se llevó una sorpresa al ver una invitación de cumpleaños. Era el cumpleaños de Blair, una de las chicas más populares y ricas del instituto con la que nunca había cruzado más de tres palabras seguidas. Ese detalle no le hizo plantearse la posibilidad de rechazarla porque… ¿cuándo volverían a invitarla a una fiesta?

No pudo evitar dar unos pequeños saltos de alegría aunque, rápidamente, ese entusiasmo se transformó en preocupación. Corrió hacia su armario y lo examinó detenidamente. No le hizo falta más de un minuto para darse cuenta de que no tenía nada adecuado para asistir al evento. Fue entonces cuando la pregunta “¿qué me pongo?” empezó a martillearle la cabeza.

Martina, a diferencia de sus compañeras de clase, nunca se había interesado por la moda. Tampoco le había hecho falta. No estaba al día de cómo había que ir vestida a ese tipo de fiestas. Recordó el nombre de alguna revista que, durante los recreos, ojeaban sus compañeras de clase y pensó que sería bueno hacerse con una de ellas.

Mientras veía las fotografías de trajes de diferentes estilos, llegó a una sección titulada Un traje para cualquier ocasión. Pensó que eso mismo era lo que necesitaba, un traje que pudiera servir para cualquier situación, algo informal pero a la vez elegante y, a ser posible, que pudiera estilizar su figura. Observó con atención todas las fotografías y estudió con detenimiento todos los consejos que daban. Mientras más leía, más convencida estaba de que un vestido negro era la opción adecuada para ir al cumpleaños de Blair.

A la mañana siguiente, sacó todos sus ahorros de la hucha, pensó que, una ocasión como esa lo merecía. Se dirigió a una de las tiendas del centro de la ciudad. A pesar de ser la tienda más popular, ella nunca había estado. Tras probarse unos cuantos vestidos, optó por el que le hacía parecer más delgada y, sin perder el toque juvenil, le daba un aire sofisticado. Era la primera vez que Martina se sentía bien con un vestido y cuanto más se miraba al espejo más convencida estaba de su elección.

Las horas previas a la fiesta, Martina estaba nerviosa. Sabía que era su oportunidad para poder integrarse de una vez por todas y hacer algún amigo. Se vistió cuidadosamente y se maquilló lo mejor que supo. Cuando se miró al espejo pensó que no estaba tan mal y salió de su casa convencida de que ese vestido negro cambiaría su suerte.

Metió la invitación en su bolso y se dirigió hacia la casa de Blair, un chalet de lujo a las afueras de la ciudad. Cuando llegó a la puerta del jardín, sintió cómo todas las miradas se posaban en su vestido negro. Nunca antes se había sentido tan observada y supuso que la culpa era de ese traje tan bonito que llevaba. Esas miradas, lejos de asustarla, le dieron la tranquilidad suficiente para caminar con seguridad hacia la puerta principal de la casa. Mientras avanzaba con paso decidido, empezó a escuchar los primeros comentarios sobre su vestido.

Antes de que pudiera alcanzar la puerta principal, un hombre de pelo cano, vestido con un uniforme, la detuvo.

—Lo siento, señorita, pero no puede pasar.

Martina, un poco sorprendida, sacó la invitación de su bolso y se la enseñó al hombre para que pudiera comprobar que estaba invitada al cumpleaños. El hombre, examinó el vestido negro de Martina de arriba abajo. Luego, alargó su dedo índice y lo puso suavemente sobre el papel. La cara de Martina cambió al ver que, encima de ese dedo, se podía leer una frase con letras minúsculas que, hasta ese momento, no había visto. Avergonzada, dejó caer su invitación y, sin mirar a nadie, corrió hacia la salida.

*No vengáis de negro, no quiero que mi fiesta de cumpleaños parezca un funeral. 
Blair H.

lunes, 27 de mayo de 2013

EL CARTERO LOCO


Era el cartero y todo el mundo lo conocía por Fernandito. Desde muy joven, se había encargado de repartir el correo en Casamentera, el pueblo que le vio nacer. Muchos lo consideraban el tonto del pueblo.

Todas las mañanas recorría las calles en el mismo orden, nunca alteraba su ruta. Su recorrido empezaba en la Calle Chica y finalizaba a eso del mediodía en la Plaza Mayor. Allí se sentaba a descansar mientras admiraba la iglesia, una construcción que siempre le había llamado la atención por sus elevados muros.

Mientras trabajaba, soportaba las burlas de los vecinos. Sin enfadarse, les decía que él haría algo grande y que sería recordado por ello. Este tipo de declaraciones animaban a los demás vecinos a continuar con sus mofas a las que Fernandito no hacía ningún caso. Formaban parte de su vida cotidiana.

Un día, mientras estaba haciendo la ruta, tropezó con una piedra. Probablemente fuera una piedra corriente pero, por alguna razón, a Fernandito le llamó poderosamente la atención. Ese día, cuando llegó a la Plaza Mayor, pasó bastante tiempo contemplándola y comparándola con las que componían la iglesia. A partir de ese día, su escrupulosa rutina cambió. Comenzó a hacer la ruta acompañado de una carretilla donde llevaría las cartas que tenía que repartir. Según se iba desprendiendo de ellas, iba cargando la carretilla de todo tipo de piedras. Los vecinos le observaban atónitos empujar su carretilla y como era de suponer, aquello fue otro elemento más de burla. A Fernandito le daba igual, a veces, se paraba y les decía: “Reíros, ya veréis, he comenzado mi obra”. A lo que muchos le respondían con tono burlesco “Di que sí, Fernandito, tú a lo tuyo” y en un tono más bajo, para que no pudiera oírles, acabarían diciendo “Más tonto no se puede ser” mientras dejaban escapar una tímida carcajada.

Pero a Fernandito esto no le impidió seguir con su obra y así, como si de algo normal se tratara,  aprovechaba su ruta diaria para recoger las piedras y, con el paso del tiempo, durante la noche, iba elevando una especie de muralla a las afueras del pueblo en un terreno que heredó de sus padres. Una muralla, que poco a poco se fue convirtiendo en una compleja construcción, a la cual solo se podía acceder a través de una puerta de madera.

Los vecinos de Casamentera, de vez en cuando, se acercaban a observar cómo trabajaba. Sentían curiosidad por saber qué había detrás de la puerta y de esos muros exteriores, que resguardaban lo que Fernandito consideraba su verdadera obra. Alguno intentó colarse por la noche, pero el cartero, había previsto este tipo de intrusiones dejando su cuidado a unos cuantos perros que, sin duda alguna, hubieran atacado a cualquiera que hubiera querido fisgonear más de la cuenta dentro de la construcción.

Pasaron los años, dos décadas exactamente, desde que Fernandito pusiera su primera piedra. Una mañana de domingo, convocó a todos los vecinos de Casamentera. La convocatoria tuvo gran expectación y todo el pueblo, sin excepción, acudió a ella.
 
El cartero empezó así su discurso:

—Queridos vecinos, os lo dije y no me creísteis. Lo he logrado. Aquí está mi obra. Sé que estáis deseando ver lo que hay detrás de estos altos muros que he construido con mis propias manos y, a pesar de todas vuestras burlas, os invito a pasar y a observar lo que yo solo he construido. ¿Seríais capaces de hacerlo vosotros?

Los vecinos, entre chismorreos y risitas contenidas, fueron cruzando uno a uno la puerta principal y empezaron a adentrarse en la construcción. Maravillados por las estructuras que la componían, y con ciertos gestos de admiración, se fueron alejando poco a poco de la puerta que les dio el acceso. Horas más tarde, a través de los muros, comenzaron a escucharse los primeros gritos de angustia. Todos ellos preguntaban por la salida.

Con esas voces de auxilio atravesando los muros, Fernandito, el cartero loco, contempló orgulloso su gran obra mientras todos sus vecinos, los que tanto se habían reído de él, deambulaban angustiados por su laberinto intentando encontrar la salida.