Lucía se prometió a sí misma que antes de la
medianoche se lo diría, lo hizo justo en el instante en el que puso un pie en
el avión. Llevaba mucho tiempo intentando hacerlo pero nunca había encontrado
el momento oportuno. Aunque, más bien, lo que le pasaba a Lucía es que cuando
se trataba de sentimientos, siempre se buscaba una excusa para no tener que
afrontar el problema. Un problema que llevaba dilatándose en el tiempo casi un
año.
Mientras se acomodaba en el asiento, pensó en
que esta vez sería distinto, que tendría el valor de decírselo y que por
supuesto se lo diría nada más llegar, justo antes de que las manecillas del
reloj marcaran las doce de la noche. Le esperaba un largo viaje de dos horas y
media. Sabía que Juan la estaría esperando en el aeropuerto, como siempre,
sonriente y con un ramo de flores. Por un momento deseó que esta vez no las
hubiera comprado porque, con ese detalle, le costaría más decírselo. Respiró
profundamente procurando apartar la imagen de su cabeza y volvió a
autoconvencerse de que podría hacerlo tanto si Juan le llevaba flores como si
no se las llevaba.
Era consciente de que ya se había enfrentado a
esta situación, precisamente el mes pasado cuando vino a ayudar a su hermana
para elegir el vestido de novia. Recuerda a la perfección las dos ocasiones en
las que reunió algo de valor para contárselo. En ambos momentos, el guión a
seguir fue el mismo y el desenlace, como era de esperar, idéntico.
Tendría que cambiar la fórmula, Lucía tenía
claro eso de “si quieres que las cosas cambien, hay que hacer algo distinto”. Sabía
que esta vez no podría comenzar con un “Juan, tengo que decirte
algo” o “Juan, tenemos que hablar” porque intuía que Juan, su
Juan, preguntaría algo del tipo “Dime, Lucía, ¿qué es eso que me quieres
contar?”, y al escuchar sus palabras, pronunciadas con la dulzura con la
que acostumbra a dirigirse a ella, no le permitiría continuar y volvería a
sonreír como una tonta y a decirle algo parecido a “Nada, cariño, es una
tontería… que estoy muy contenta de volver a estar contigo” y una vez más
le mentiría y se mentiría a sí misma. Y era por esto por lo que
estaba segura de que no podría comenzar con una frase que le permitiera
dar ningún tipo de réplica. Tendría que usar el método “RespiraHondoYSueltaloDeUnaVezSinPensarlo” no
por su eficacia sino porque, una vez hecho, ya no habría vuelta atrás, no
quedaría más remedio que aclararlo todo. Además, no tendría que complicarse
demasiado, con un “Juan, no quiero seguir contigo”, bastaría.
El avión comenzó a hacer su maniobra de
aterrizaje. Lucía empezó a sentir una pequeña presión en el pecho. Trató de
recordar los ejercicios de yoga que su profesora le recomendaba para relajarse
pero, para estas circunstancias, no parecían funcionar demasiado bien.
Ya, con el equipaje en la mano, miró el reloj,
al ver que eran las doce menos veinte de la noche el pulso se le aceleró.
Intentó repetirse a modo de mantra la misma frase: “Me prometí decírselo
antes de medianoche”, “Me prometí decírselo antes de medianoche”, “Me prometí
decírselo antes de medianoche” y con ese soniquete metido en su cabeza
cruzó la puerta que le conduciría hasta Juan.
Lo vio de pie, esta vez no tenía un ramo de
flores pero sí una rosa. El simple hecho de verlo hizo que la temperatura de la
sala subiera diez grados de golpe, o eso le pareció a Lucía. Caminó todo
lo pausada que pudo hacia Juan, intentando una vez más retrasar el momento,
pero no pudo hacerlo tanto como le hubiera gustado porque Juan se apresuró
impaciente a abrazarla. Sintió en ese abrazo la fuerza contenida por una larga
espera. Una fuerza que ahogó su primer intento de “RespiraHondoYSueltaloDeUnaVezSinPensarlo”.
Al
soltarla, Juan vio el semblante serio de Lucía y le preguntó.
—Lucía, ¿ha pasado algo?, ¿te encuentras bien?
Lucía pensó que no podía posponerlo más, ahora
o nunca, su tiempo se agotaba, quedaban pocos minutos para la medianoche
y ella era una mujer de palabra, sí, cumpliría su promesa, tenía que decírselo
antes de las doce.
Armándose de todo el valor que nunca había
tenido, respiró profundamente y, justo cuando fue a soltar la frase
“Juan, no quiero seguir contigo”, vio lucir los números del reloj digital
que éste llevaba en su muñeca.
—¡¿EN SERIO SON LAS ONCE MENOS CINCO?! —Gritó
Lucía.
—Claro, cariño, por qué tanto asombro, ya
sabes que aquí tenemos una hora menos. ¿Estás bien? te veo algo alterada.
Lucía sonrió para sí misma recordándose de
nuevo la frase “me prometí que se lo diría antes de medianoche”. Y ya, algo más
relajada, le dijo a Juan:
—Sí, sí, estoy bien, Juan, mejor que nunca, solo que el viaje me
ha dado un poco de hambre, ¿te apetece cenar algo?, tengo todavía una larga
hora por delante…
Me encanta¡¡
ResponderEliminarMe ha gustado ,mucho. Ganar tiempo para posponer lo que no queremos afrontar, una forma de alargar lo inevitable. Me alegro de haber entrado a leer esta historia que no tiene desperdicio. Y, por supuesto, no dejaré pasar mucho tiempo para volver.
ResponderEliminarUn saludo.
Hola Josep,
EliminarPerdona que no haya contestado antes. He visto también tu comentario en facebook. Muchas gracias, son de esos comentarios que te alegran el día porque cuando uno pone un relato en facebook, no espera que mucha gente lo lea. Bueno, mis compañeros del Tintero a los cuales creo que ya conoces, lo van a leer y me van a animar a seguir escribiendo. Así que, Josep, muchas gracias por pararte a leer el relato y gracias por dejarme un comentario.
Un saludo,
Ana.
Me gusta, claro.
ResponderEliminar:-)
Esa Lucía... qué manera de procrastinar...