La llamaban la
casa del lago aunque nunca llegué a entender por qué. En sus inmediaciones, jamás
había existido un lago ni nada que se le pareciera. Tampoco las personas del
pueblo a las que pregunté supieron explicarme el motivo, simplemente me decían encogiéndose
de hombros “no sé, así la hemos llamado siempre…”.
Todos los
domingos, hiciese el tiempo que hiciese, mi madre me llevaba a visitar la casa
de sus sueños, porque para ella, eso es lo que era esa casa. Tampoco lo
entendía demasiado bien, porque para qué engañaros, a la edad de ocho años, aquella casa me parecía una
mansión embrujada, como las que aparecen en las películas de terror o, incluso, me recordaba a esos caserones en los que
quedaba atrapado en mis peores pesadillas. Supongo que, a la edad de ocho años,
cualquier casa abandonada, emplazada en un lugar aislado y silencioso, con una
fachada recubierta por una fina capa de musgo y sus grandes ventanales de
madera desvencijados, con enredaderas trepando salvajemente hasta el mismísimo
tejado de la casa, me hubiera parecido igual de tenebrosa e inhóspita. Además,
el jardín también dejaba mucho que desear, la maleza había tomado posesión de
toda la superficie, incluida la parte del camino que daba acceso a la puerta
principal, una puerta que, como os podéis imaginar, tampoco estaba en muy buen
estado. Sin embargo, aún con todos esos inconvenientes, mi madre se quedaba un largo
rato contemplándola, con una placentera sonrisa y, después, me contaba detalladamente qué reformas haría
dentro de esa casa.
—Mira, hijo, ¿ves ese muro que
separa las dos habitaciones de la tercera planta? Ese muro no sirve para nada,
no sé por qué decidieron separar ese espacio en dos estancias. Yo lo tiraría
para tener una única sala diáfana y poner dos cómodos sofás…
En realidad, cuando
mi madre decía que mirase, yo no veía nada pero asentía con la cabeza a todo lo
que ella me iba contando. Me lo había descrito tantas veces, que ya me sabía de
memoria todas las reformas, así que simplemente le decía que sí, sin prestarle
atención. El camino de regreso al pueblo lo hacíamos siempre en silencio, en
ocasiones, pensaba que mi madre estaba fabulando sobre cómo sería vivir en esa
casa, pero, otras muchas, tenía la impresión,
por las descripciones tan detalladas que daba de su interior y, por todas esas
imaginarias reformas que me contaba con tanto entusiasmo, que mi madre había
estado dentro de la casa. Cuando le preguntaba sobre si había entrado alguna vez,
simplemente me respondía “¿Yo hijo? ¡Qué
más quisiera! Ojalá pudiéramos vivir ahí, algún día compraré esa casa y mi
sueño se hará realidad”. Como comprenderéis, a mis ocho años, la idea de vivir
en esa casa, aislados de todo el mundo, me aterraba.
Tras la muerte
de mi madre, continué yendo todos los domingos a hacer la visita de rigor a la mansión
porque, con dieciséis años, era la única forma que tenía de reencontrarme con
mi madre. Al mirar hacia su fachada, podía escuchar su voz narrando una y otra
vez todas las reformas que ella hubiera hecho. Pasaron muchos domingos hasta que uno de ellos, no sé deciros cuál, comencé
a enamorarme del viejo caserón comprendiendo la verdadera belleza que se
escondía tras sus viejas paredes y, de la misma forma que me enamoré de él, decidí
que un día sería mío. Trabajé muy duro para conseguirlo mientras mis amigos se
burlaban sobre la idea de invertir en una casa tan ruinosa. Fueron muchos años
los que tardé en comprarla y otros tantos en dejarla a mi gusto, en realidad,
al gusto de mi madre porque, una vez dentro de la casa, pude observar cada uno
de sus rincones y a través de la voz de mi madre, visualicé perfectamente todos
los espacios que ella había descrito en sus obras imaginarias y, fue así, cómo
poco a poco fui materializando su sueño, que ahora era el mío. Muchas de esas reformas
las realicé yo mismo después de una larga jornada de trabajo con la ayuda
solidaria de alguno de mis amigos.
Fue en la primavera
del ochenta y nueve, cuando a mis treinta y dos años recién cumplidos pude
sentarme tranquilamente en el banco de piedra del jardín a contemplar mi nueva
casa, ya con todas las obras finalizadas. Mi madre tenía toda la razón cuando
decía que era la mejor casa en la que uno podía vivir. No cabía duda de que la
imagen de la casa terminada, fue el mejor regalo de cumpleaños que pude tener
ese año. Lejos quedaban ya esos días en que una casa tenebrosa e inhóspita amenazaba
con aparecer en mi sueños.
Sonreí
amargamente recordando a mi madre. Lo que hubiera disfrutado viendo así la
casa. Nunca pude averiguar cómo y por qué sabía tanto de su interior sin haber
estado dentro. Es un misterio que siempre se quedará sin resolver. Pero, desde
luego, lo que a día de hoy puedo afirmar, es que mi madre consiguió hacer
realidad su sueño. Ahora, gracias a las reformas, vivirá en cada uno de los
rincones de la nueva casa del lago.