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viernes, 30 de enero de 2015

LA CASA DEL LAGO


La llamaban la casa del lago aunque nunca llegué a entender por qué. En sus inmediaciones, jamás había existido un lago ni nada que se le pareciera. Tampoco las personas del pueblo a las que pregunté supieron explicarme el motivo, simplemente me decían encogiéndose de hombros “no sé, así la hemos llamado siempre…”.

Todos los domingos, hiciese el tiempo que hiciese, mi madre me llevaba a visitar la casa de sus sueños, porque para ella, eso es lo que era esa casa. Tampoco lo entendía demasiado bien, porque para qué engañaros, a  la edad de ocho años, aquella casa me parecía una mansión embrujada, como las que aparecen en las películas de terror o,  incluso,  me recordaba a esos caserones en los que quedaba atrapado en mis peores pesadillas. Supongo que, a la edad de ocho años, cualquier casa abandonada, emplazada en un lugar aislado y silencioso, con una fachada recubierta por una fina capa de musgo y sus grandes ventanales de madera desvencijados, con enredaderas trepando salvajemente hasta el mismísimo tejado de la casa, me hubiera parecido igual de tenebrosa e inhóspita. Además, el jardín también dejaba mucho que desear, la maleza había tomado posesión de toda la superficie, incluida la parte del camino que daba acceso a la puerta principal, una puerta que, como os podéis imaginar, tampoco estaba en muy buen estado. Sin embargo, aún con todos esos inconvenientes, mi madre se quedaba un largo rato contemplándola, con una placentera sonrisa y, después,  me contaba detalladamente qué reformas haría dentro de esa casa.

—Mira, hijo, ¿ves ese muro que separa las dos habitaciones de la tercera planta? Ese muro no sirve para nada, no sé por qué decidieron separar ese espacio en dos estancias. Yo lo tiraría para tener una única sala diáfana y poner dos cómodos sofás…

En realidad, cuando mi madre decía que mirase, yo no veía nada pero asentía con la cabeza a todo lo que ella me iba contando. Me lo había descrito tantas veces, que ya me sabía de memoria todas las reformas, así que simplemente le decía que sí, sin prestarle atención. El camino de regreso al pueblo lo hacíamos siempre en silencio, en ocasiones, pensaba que mi madre estaba fabulando sobre cómo sería vivir en esa casa, pero, otras muchas,  tenía la impresión, por las descripciones tan detalladas que daba de su interior y, por todas esas imaginarias reformas que me contaba con tanto entusiasmo, que mi madre había estado dentro de la casa. Cuando le preguntaba sobre si había entrado alguna vez, simplemente me respondía  “¿Yo hijo? ¡Qué más quisiera! Ojalá pudiéramos vivir ahí, algún día compraré esa casa y mi sueño se hará realidad”. Como comprenderéis, a mis ocho años, la idea de vivir en esa casa, aislados de todo el mundo, me aterraba.

Tras la muerte de mi madre, continué yendo todos los domingos a hacer la visita de rigor a la mansión porque, con dieciséis años, era la única forma que tenía de reencontrarme con mi madre. Al mirar hacia su fachada, podía escuchar su voz narrando una y otra vez todas las reformas que ella hubiera hecho. Pasaron muchos domingos  hasta que uno de ellos, no sé deciros cuál, comencé a enamorarme del viejo caserón comprendiendo la verdadera belleza que se escondía tras sus viejas paredes y, de la misma forma que me enamoré de él, decidí que un día sería mío. Trabajé muy duro para conseguirlo mientras mis amigos se burlaban sobre la idea de invertir en una casa tan ruinosa. Fueron muchos años los que tardé en comprarla y otros tantos en dejarla a mi gusto, en realidad, al gusto de mi madre porque, una vez dentro de la casa, pude observar cada uno de sus rincones y a través de la voz de mi madre, visualicé perfectamente todos los espacios que ella había descrito en sus obras imaginarias y, fue así, cómo poco a poco fui materializando su sueño, que ahora era el mío. Muchas de esas reformas las realicé yo mismo después de una larga jornada de trabajo con la ayuda solidaria de alguno de mis amigos.

Fue en la primavera del ochenta y nueve, cuando a mis  treinta y dos años recién cumplidos pude sentarme tranquilamente en el banco de piedra del jardín a contemplar mi nueva casa, ya con todas las obras finalizadas. Mi madre tenía toda la razón cuando decía que era la mejor casa en la que uno podía vivir. No cabía duda de que la imagen de la casa terminada, fue el mejor regalo de cumpleaños que pude tener ese año. Lejos quedaban ya esos días en que una casa tenebrosa e inhóspita amenazaba con aparecer en mi sueños.

Sonreí amargamente recordando a mi madre. Lo que hubiera disfrutado viendo así la casa. Nunca pude averiguar cómo y por qué sabía tanto de su interior sin haber estado dentro. Es un misterio que siempre se quedará sin resolver. Pero, desde luego, lo que a día de hoy puedo afirmar, es que mi madre consiguió hacer realidad su sueño. Ahora, gracias a las reformas, vivirá en cada uno de los rincones de la nueva casa del lago.

3 comentarios:

  1. Bonito relato y hermoso recuerdo el del protagonista hacia su madre.
    Un abrazo.

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  2. Gracias por leerme y por tus comentarios, Rafael.
    Saludos

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  3. Me ha gustado mucho Ana, muy bonito. Besos.

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