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viernes, 20 de febrero de 2015

LOCO POR LOS HUESOS

Cuando Emma fue seleccionada para realizar la entrevista al señor Cuevas no se sintió muy entusiasmada. El señor Cuevas no era uno de esos famosos a los que abordaríais en la calle para fotografiaros con él. La fama del señor Cuevas era diferente. Me gustaría deciros que fue su gran carrera como osteólogo lo que llevó a la revista de Emma a interesarse por su persona, pero no sucedió así. Alguien que conozca  un poco el contenido de las publicaciones de “Dime” sabría que el objeto del reportaje no era mostrar el extraordinario trabajo que Cuevas había desarrollado durante su carrera. El tipo de lector de “Dime” nunca leería una reseña llena de referencias a artículos científicos sobre la anatomía del sistema óseo. Sus compradores esperaban noticias de carácter sensacionalista, algo para poder contar luego a sus amigos.  Y aquí es cuando nos preguntamos... ¿qué sensación puede producir un osteólogo retirado de ochenta años? Pues, según sus vecinos, mucha. Su obsesión por los huesos había traspasado cualquier límite de cordura.

Cuando Emma tuvo el privilegio de entrar en la vivienda del señor Cuevas, un escalofrío recorrió su espalda. Supongo que cualquiera se habría estremecido al pisar aquella casa porque, más que una casa, parecía un cementerio óseo.  De las paredes colgaban todo tipo de huesos: largos, cortos, planos… Los adornos de las estanterías se asemejaban a esqueletos de pequeños roedores, todos ellos bien ensamblados, y todo el mobiliario contenía algún detalle osudo. Baste decir que las patas de la silla donde la propia Emma se sentó para realizar la entrevista tenían forma de fémur.

El señor Cuevas se mostró tranquilo durante todo el encuentro, algo que no le sucedió a Emma. No vamos a culparla por ello… ¿quién no se sentiría incómodo ante tal tétrico escenario? Las primeras preguntas fueron dedicadas a su infancia “¿Cómo se desarrolló esa afición por los huesos?” Respuesta conocida por todos los habitantes del pueblo. La culpa, una alita de pollo, mejor dicho, el hueso de una alita. El descubrirla provocó un ataque de risa al pequeño Cuevas.  Su madre siempre aseguró que ese fue el origen de todo.

La segunda ronda de preguntas se centró en sus años universitarios y en su carrera profesional. Preguntas obligadas que Emma tenía preparadas pero que sabía de antemano que no le servirían para su artículo.

Llegó la tercera batería de preguntas. Era aquí donde Emma tenía esperanza de encontrar algo jugoso para publicar. ¿Cuáles eran las rutinas actuales del señor Cuevas? Los vecinos aseguraban que salía muy temprano todas las mañanas y volvía hacia mediodía cargado con un saco. Nadie había visto su contenido pero todos lo imaginaban. Huesos. Emma intentó confirmarlo y, lo más importante, averiguar su origen. Como podréis imaginar, las leyendas urbanas eran variadas. La más sonada, la de las alcantarillas, donde se suponía que Cuevas bajaba en busca de roedores para robar sus huesos. Esto justificaría la peculiar decoración de sus estanterías. Pero toda pregunta comprometida obtenía la misma contestación: “secreto de coleccionista”.

La última apuesta de Emma fue la del amor. ¿Habría dejado tanto hueso enamorarse al señor Cuevas?  La respuesta era un sí. Había existido una señora Cuevas,  pero nada que destacar sobre ello.  A esas alturas, Emma  ya había perdido toda la esperanza de encontrar su noticia pero el señor Cuevas  concluyó  su última frase con un suspiro. “Aysss... si es que aún estoy loco por sus huesos”.  Ante tal afirmación, Emma dio un respingo de la silla exclamando  “¡¿Cómo dice?!”


Cuando Emma vio el esqueleto de la señora Cuevas reposando sobre la cama del dormitorio, tuvo claro que el número de ventas de la revista “Dime” se dispararía con aquel reportaje. Siempre y cuando, claro, fuera capaz de reponerse al susto y salir de aquella casa lo antes posible.

domingo, 15 de febrero de 2015

EL ESPEJO DE ALEX


—¿Qué estás mirando? ¿Acaso me miras a mí? ¿No? ¿Seguro? Pues soy el único que está en esta habitación.

Sin pensárselo ni un segundo, con agilidad, Alex desenfunda su “ups compac” recién adquirida y apunta justo en medio de esos ojos inexpresivos que le devuelven la mirada desde el espejo de su habitación. Hace una mueca con su cara, un intento frustrado de sonrisa, sopla el cañón sin quitar la vista del espejo, y acto seguido la guarda de nuevo en su funda con especial cuidado.

Alex nunca se ha emocionado por nada, eso dicen los que le conocen, no parece tener ningún apego a las cosas y ni mucho menos a las personas. Nunca se le ha visto acompañado por nadie que no sean sus padres en esa visita mensual que suelen hacerle. En el barrio le conocen como “el sin alma”. Cuando Alex camina, parece que todo lo que le rodea se ve ensombrecido por su presencia. Es de esas personas que no gusta tener cerca, que absorben tu energía. Algunos dicen que es mejor no mirarle a los ojos, que es capaz de embrujarte, aunque en realidad lo único que puede pasar es que  te pierdas en el abismo de esos profundos ojos verdes. Los que han arriesgado a tener algo más de un simple y educado hola y adiós han acabado concluyendo lo mismo; la soledad de Alex es bien merecida. ¿Quién podría enamorarse de un ser tan insulso, incapaz de mostrar ni un ápice de gratitud, de reconocer un acto de buena voluntad?

Pero a Alex poco le importan las críticas de sus vecinos, hace mucho tiempo que asumió que es distinto. Solo ve debilidad en los actos de los demás. En las caricias, en los besos, en los abrazos, en las sonrisas, en el temor, en el miedo y, por supuesto, en las lágrimas sea cual sea su origen. Dicen que Alex nunca ha llorado porque no ha tenido la necesidad de hacerlo ¿Qué tipo de monstruo tiene que ser para no haber derramado ni una lágrima en toda su vida?

Alex sabe que su presencia es molesta, que incomoda a todo el vecindario. Ya ha escuchado rumores, cuchicheos que se silencian a su paso. Alex sabe que no está seguro entre sus vecinos y por ello ensaya una vez más delante del espejo con su pistola.
—¿No me queréis en el barrio? ¿Queréis que me marche? Pues no pienso irme de aquí, no he hecho nada malo, mi nueva amiga y yo nos quedamos.

Alex se ajusta sus raídos vaqueros y completa su vestuario con una amplia sudadera de capucha negra, antes de salir de casa se cubre la cabeza con ella. Guarda su pistola en la parte trasera del pantalón y se arroja a la calle, sin miedo, porque Alex tampoco entiende de eso. No hay nadie sospechoso a su alrededor, todo parece estar en orden. Camina lentamente hacia la panadería. Cuando parece que ha alcanzado su objetivo, el silencio se convierte en un tímido murmullo, se oyen unos “ahí está de nuevo, mírale, ni siente ni padece, no se merece estar entre nosotros, cualquier día nos da un susto…”

Alex nota un golpe seco en la espalda. Cae al suelo. Los murmullos ya no son murmullos, se convierten en gritos, todos quieren unirse a la fiesta de Alex, lo golpean sin piedad y los que no se atreven simplemente le escupen. Alex se cubre la cabeza, pero aún así, algún golpe consigue alcanzarla. Piensa en su pistola, la que se guardó en la parte trasera del pantalón. Sabe que es su única salvación aunque no quiere usarla. Recuerda su fría mirada en el espejo cuando ensayaba sus frases mientras alguien le chilla en el oído  “¿Sientes esto, Alex?”

Un nuevo golpe le alcanza esta vez la rodilla. Es la primera vez que se oye a Alex gritar, gritar de dolor, porque el dolor físico sí que puede sentirlo. Se pregunta cuál es su pecado, por qué le hacen eso. Se revuelve en el suelo y aprovechando un pequeño despiste de sus agresores alcanza la pistola. El escenario cambia, Alex pasa de ser víctima a ese presunto agresor tan temido. La gente se separa de él, algunos quedan paralizados. Alex les apunta con su pistola y con las pocas fuerzas que le quedan comienza a interpretar su escena.

—¿Qué estáis mirando? ¿Acaso me miráis a mí? ¿Sí? ¿Por qué? ¿Por no ser como vosotros? Yo no soy el culpable de vuestros temores. ¿Os he hecho algo alguna vez? Luego soy yo al que llamáis  “sin alma”.


Tiene la venganza entre sus manos. Podría apretar el gatillo, devolverles todo el daño que le han hecho pero tampoco es capaz de sentir el odio. Baja la pistola lentamente, de nuevo la sonrisa frustrada aparece en forma de una extraña mueca en su rostro. No tiene nada más que decirles, no quiere hacerlo, su actuación ha acabado, se gira y se aleja dejando a sus espaldas un pequeño rastro de sangre ante la atónita mirada de aquellos, los que se autoproclaman vecinos modélicos.

sábado, 7 de febrero de 2015

ASESINANDO AL ABUELO



Siempre se ha dicho que los abuelos disfrutan de sus nietos de una forma especial. Mi abuelo Pedro no parecía disfrutar de mí lo más mínimo, se pasaba el día regañándome por tonterías y diciéndome frases del tipo “No sirves para nada, me recuerdas tanto a tu padre…”  La verdad es que no sabía si me parecía o no a él, desgraciadamente, murió junto a mi madre en un accidente cuando yo era muy pequeño.

Me pasé la infancia esperando al abuelo a la salida del colegio. Siempre se presentaba el último. Mientras llegaba, observaba con envidia a mis amigos correr hacia sus abuelos que les recibían con una amplia sonrisa y los brazos abiertos. Sin embargo, lo más bonito que me decía al verme  era “¡Vamos, holgazán, date prisa y no me hagas perder el tiempo!” Afortunadamente, mi abuela no era así, compensaba todo lo que el abuelo Pedro no me daba. Jugaba conmigo y se esforzaba siempre porque estuviera contento.

Fue en mi adolescencia cuando empecé a cultivar un odio indescriptible hacia mi abuelo. La realidad es que cada vez soportaba menos su presencia, sus malos tratos, sobre todo, hacia mi abuela. Me encerraba en mi cuarto buscando ideas en Internet. Un asesinato que pareciera un accidente. Pero ninguna me convencía. Una tarde, ya casi sin esperanzas de encontrar ese plan que me libraría del abuelo, encontré una web, algo extraña, donde te aseguraban un viaje al pasado que cambiaría tu presente. Obviamente, ese viaje había que ganárselo explicándoles por qué lo merecías más que otro y qué es lo que querías solucionar. Rellené sin dudar el formulario incluyendo el motivo y la repercusión que yo pensaba que podría tener. El motivo ya lo sabéis, asesinar a la persona que había arruinado mi infancia y la vida de mi abuela y, las consecuencias, obvias, si mataba a mi abuelo, mi padre nunca nacería y, por consecuencia, yo tampoco, así que moriría en el mismo instante en el que mi abuelo lo hiciera, algo que no me importaba lo más mínimo ya que mi deseo de asesinar al abuelo estaba por encima de mi propia vida. A los dos meses, para mi sorpresa, me comunicaron que había sido elegido para el experimento y un mes después ya, dentro de la cápsula del tiempo, los operarios me recordaron las normas “tiene usted diez minutos para cambiar el presente, le mandamos al lugar, minuto, hora y año que nos ha indicado. Además, le hemos proporcionado el objeto que ha solicitado, una pistola, ¿todo correcto?” Asentí con la cabeza y cerré los ojos. Al abrirlos, si todo iba bien, debería encontrarme en la plaza del pueblo a las ocho de la noche del diez de febrero de mil novecientos cincuenta y siete, lugar donde mi abuelo esperaría a mi abuela para llevarla a cenar y pedirle que se casara con él. Mi abuela me había contado tantas veces esa cita que era difícil olvidar los datos. Así que así fue, instantes después de que los operarios accionaran los mecanismos de aquella aparatosa máquina, aparecí, envuelto en una humareda, en el extremo opuesto de la plaza. Le reconocí inmediatamente a pesar de su juventud y me acerqué hacia él lentamente.

—¿Es usted Pedro?
—Sí, ¿Qué quieres, chico? ¿No tienes otra cosa mejor que hacer que molestarme? Venga, lárgate de aquí muchacho...
— No me conoce, verdad?
—No, ¿por qué tendría que hacerlo?
—Porque soy tu nieto…
Mientras sus pupilas se dilataban ante mi respuesta, saqué la pistola del bolsillo y le disparé la única bala que contenía. No logré ver más porque el mismo humo que me había traído al pasado me empezó a envolver de nuevo hasta, segundos después, encontrarme frente a los operarios que, sorprendidos, me gritaban desconcertados “¿No querías matar a tu abuelo? ¡Deberías haber muerto también! ¿En que has fallado, chico? ¡Te ofrecimos a ti esta oportunidad, pero nos equivocamos!

No sabía en qué podía haber fallado. Salí del edificio aturdido y desconcertado sin explicarme cómo el abuelo Pedro  había burlado a la muerte.

Al entrar en casa, mi abuela se acercó a recibirme preocupada.

­—Hijo, ¿te ha pasado algo? ¡Es muy tarde!
—¿Abuela, y el abuelo…?
—¿Qué abuelo?
—Mi abuelo… —dije mirando a la foto de un joven Pedro, que nunca antes había visto sobre el mueble del salón.
—Ay, hijo, ya sabía yo que llegaría este día, siéntate, tengo que contarte una cosa…
Tras un suspiró continuó.
—Este no es tu abuelo y tampoco fue el padre de tu padre…
—¡¿Entonces quien es este señor?! ­ —Dije sorprendido
—El amor de mi vida, hijo pero… lo asesinaron en la plaza del pueblo hace ya mucho tiempo… qué felices podíamos haber sido.

Y mientras la apretaba aliviado contra mi pecho, no pude evitar soltar un irónico  “No lo sabes tú bien, abuela, no lo sabes tú bien…”